Letras

 

 

 

 

 

 

Una muerte en el lago (nuevo poema atrofiado)

En soledad bombea el agua, un chorro

Siete soles se derrumban en tu mano.

Si hubiese sabido, no habrían tantas cápsulas

flotando en el aire, evitándose.

No habrían tantas sonrisas viejas

cosidas a lo oscuro.

Los rostros espesos no intentarían

decirme de nuevo algo –como si pudieran...

 

¿Quién lo sabe?

Entonces éramos muchos, tú y yo,

y nos divertíamos a tiempo.

 

Nos arrastrábamos por las calzadas, tú y yo.

 

No pensábamos en las cosas

y en las venas hechas de tiempo, tú y yo.

 

No sabíamos sangrar.

 

Tú y yo,

los sabios,

los mismos,

los de las flores que se evaporan

en la noche tremenda.

Hay sitios,

hay circos mejor escogidos

que los que nosotros escogimos.

Hoy me mudo a lo incierto,

y la idea de no cerrar los ojos me desvela.

Ahuyentado,

cuento las cápsulas en el aire.

 

 

* * *

 

 

La soledad estrecha se anuncia

en las fisuras;

Panajachel es una tumba.

Una tumba y una indisposición.

Es mejor quedarse en el cuarto, especulo.

¿Hablar con quién?

El caso es que no me voy

a poner a resumir tonos y anécdotas,

a calcular ideas y pesar gestos.

Mujeres que son todas bellas,

pero, ¿no deberían de ser

las desoladas, entonces,

las invictas de su propia tristeza,

espejos?

No son espejos.

No son nada.

 

 

* * *

 

 

Las albas degeneran en el ambiente.

El frío empezó a caer.

 

 

* * *

 

 

Como esqueletos que han perdido

súbitamente los ojos,

bailan.

¿No estaré demasiado cansado

desde hace mucho tiempo,

cansado como para bailar?

Muriéndome contra la corteza de las cosas,

apurándome a morir,

¿cuál es mi prisa?

 

La lluvia se acobarda en el techo.

 

 

* * *

 

 

Oigan: los muertos claustrofóbicos

se derrumban

en los charcos.

Todo se derrumba en un momento dado.

Todo renuncia a su latido.

 

* * *

 

Las suturas del cuerpo se han roto,

y parece que todas a la vez.

Me quedaré en este cuarto de Panajachel,

extraño.

Me quedaré sangrando por la boca.

¿Podrá sangrar por la boca un pescado?

 

 

* * *

 

 

Un trueno se arruga en los cielos.

Por lo demás, todo es ordinario.

(Todo está arrugado.)

 

 

* * *

 

 

Se ha ido la luz.

 

 

* * *

 

 

Luego todos esos espejismos vomitados

no eran míos,

no del todo,

no de nadie.

Se habían atorado allí sin razón,

estúpidamente.

Hay pensamientos que me convienen

más que otros.

Hay edades del hombre

que son mejores que otras.

 

 

* * *

 

 

Postrado,

un poco eso:

enfermo,

catalogando las posibilidades

de irme de aquí,

irritando los instantes

con nuevas ideas, las mismas.

Ya no hay espacio

ni para los vicios y las manías,

esas manías que nos comieron el cerebro.

 

 

* * *

 

 

Me desagrada toda esta economía

de gestos, este recorte continuo

de acciones, este dejar

que los perros me vengan a lamer,

circulen impunemente,

se vayan.

¿No sorprende:

que la gente se moleste en hablarme, todavía?

¿Que le hablen al Vegetal?

Me aburro viendo las bicicletas,

los diccionarios del azar,

las mujeres.

 

* * *

 

 

Llueve menos.

Panajachel es más pequeño que nunca.

Pasa una familia,

muchos niños.

Por lo menos eso está allí.

El agua, tranquila, reposa.

Pero sospecho que quiere de mí otra cosa.

El gusano se atora en la garganta del pájaro.

 

 

* * *

 

 

Para lo único que sirve Panajachel

es para volverlo a uno

un sonámbulo.

Un sonámbulo y un imbécil.

 

 

* * *

 

 

Cuando al fin me logro acomodar

en el espejo,

algo pierde su fuerza,

una facción.

Me voy a acostar sobre los alacranes hirvientes,

sobre la más oscura pantomima.

Panajachel, sobre todo,

es un montón de cuartos desnudos y tristes,

de bombillas brillando inútilmente y sin fuerza.

Niños con conjuntivitis vendiéndote cosas.

Extranjeros sin cáncer.

 

* * *

 

 

Los extranjeros:

ya luego uno se enferma de verlos.

 

 

* * *

 

 

De vivir en este lugar,

me dedicaría a leer y exasperarme viendo el techo.

Esto lo pensé, justamente, viendo el techo,

y de pronto me puse tan rabioso

y salí a la calle.

El clima de Panajachel está hecho

para destruir a las personas,

para volverlos a todos eternos en su muerte.

Por eso uno mira a tantas señoras

con millones de arrugas –cuántas arrugas.

Empecé a sentirme ligeramente

mal,

como si tuviera hinchados los órganos por dentro.

Me tuve que sentar.

Yo, esto atrofiado, tengo sentimientos.

Yo, esto atrofiado, me abstengo de vivir.

En el cielo lloraban o reían las calaveras.

Tuve que salir corriendo calle abajo.

En mi carrera ciega no pude ver que venía

adelante de mí

un extranjero en bicicleta.

Colisionamos.

Demente, grité.

El otro se levantó,

intentó ejercer su personalidad inmunda.

Yo no tuve más remedio

que agarrarlo a patadas.

 

 

* * *

 

 

Terminé de nuevo arruinándome en cualquier bar.

Les grité a unos conocidos.

Fue cuando cayeron los jabones del cielo,

y nos golpearon a todos en la cabeza.

Pero yo reía.

Por las noches, caminar en Pana

es un acto ligeramente obeso e irremediable.

No recuerdo cuántas veces crucé

la avenida de un lado al otro.

(La cerveza se calentaba;

había que salir del cuarto.)

Panajachel o:

el lugar de los charcos,

charcos por doquier,

charcos en cualquier parte.

 

 

* * *

 

 

Sentado,

bueno,

muy ebrio.

Entonces aparece el extranjero,

el mismo hijo de puta

que agarré a patadas.

Sólo que ahora viene acompañado,

y son ellos los que me están agarrando

a patadas a mí.

 

¿Me queda alguna opción?

Tengo que tomar el tenedor,

desenterrarlo del polvo custodiado

por tantos pasos anónimos,

los pasos anónimos de Panajachel,

y enterrarlo esta vez en un cuello,

el cuello del extranjero.

Todos quedaron petrificados,

como insomnes de hueso.

Yo salí del bar,

la sangre muy fresca en las uñas.

 

 

* * *

 

 

Regreso al lago (una meditación)

 

Desde entonces acaricio

el vello rubio de los mil muertos

que el mundo ha reunido.

Quisiera entender mejor ciertas ondulaciones del agua,

extender los viejos trajes indígenas por toda la calle,

recordar el olor de las flores con olor a droga,

los pensamientos que se mezclan en la calle

y luego viajan juntos al volcán,

olvidados.

Quisiera vaciarme en mis horizontes.

Soplar entre las algas hasta despertar a las cabras

que ya no respiran en el fondo del lago,

junto a las espuelas de asco y el resto de cosas

que el hombre abandonó allí.

Yo ensucio menos con la mirada,

aunque ensucio, claro está.

Se me calientan las uñas, lo sé bien,

de vez en cuando.

Confieso que voy a sonreirme una vez que salga de aquí.

Nadie sabrá que vine.

 

Siete soles se derrumban en tu mano. 

 

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Materia negra

Esas conferencias de la Universidad en las que nunca acontece nada fuera de lo esperado, donde todo está medido y sincronizado: una mesa con 6 hombres vestidos de saco y corbata, un abundante público de hombres y mujeres de todas las edades, con cualquier expresión en el rostro, algunos bostezantes, otros mascando chicle, murmurando, levantándose a media ponencia.

Ç¿Están realmente interesados en esto o vienen porque no tienen nada mejor qué hacer?È, se pregunta con fastidio el profesor Regis Coronado, quien es uno de los que presiden aquella conferencia sobre los últimos descubrimientos de los astrónomos japoneses en referencia a la materia negra del universo. Y al dejarse conducir por sus pensamientos, al reflexionar sobre la inconsciencia de las generaciones actuales sobre la importancia del funcionamiento exacto del universo y la relación armoniosa que ello supondría entre los humanos y el medio ambiente, se deja seducir por la imagen de una muchacha que entra, visiblemente apurada y atrasada a la conferencia.

Por qué se fijó en ella y no en otra, no lo sabrá nunca. No hay nada de extraordinario en la visión de la muchacha, alta, delgada, de pelo corto, casi con apariencia de varón, para que llame tanto la atención del profesor al punto que la sigue con la mirada por todo el salón. La mira buscar asiento, acomodarse la blusa, poner los libros sobre su regazo, escoger un cuaderno, abrirlo, buscar un bolígrafo, levantar la vista y examinar a los hombres que presiden la mesa para coincidir con los ojos del profesor Regis. Ella le sostiene la mirada hasta que el profesor, abochornado, baja la vista so pretexto de limpiar los anteojos. Y durante el resto de la conferencia, busca la presencia de la muchacha como un punto focal para recrearse en medio de aquel espeluznante tedio.

No vuelve a verla en ninguna conferencia más ni en los pasillos de la Universidad ni en ninguna otra parte, hasta aquella primera mañana de clases, un semestre después, cuando él entra al Aula Magna a inaugurar su ciclo de lecciones magistrales sobre la materia negra, tema en el que se ha convertido en un experto. Él no volvió a pensar en ella ni a recordarla, ni a inquietarse por su ausencia. Pero cuando la ve sentada en primera fila, con su cuaderno de apuntes abierto y tomando nota de sus palabras, la recuerda de inmediato como la muchacha que llegó tarde a la conferencia de los japoneses. Siente alegría al reconocerla. Es casi como ver a alguien con quien lo une algún sentimiento, aunque nunca han cruzado una palabra, aunque ni siquiera sepa su nombre. Pretexto suficiente para consultar la lista de alumnos, y dar con ella:

–Victoria Valderrama.

–Aquí.

Quiere decirles, pero nunca lo hace, que para la astronomía se necesita tener una verdadera y profunda vocación, como de hecho se necesita para todas las actividades y oficios de la vida. Que por los avatares de la ciencia debe navegarse con pasión, con curiosidad, con cuidado, exactamente como se haría con una relación amorosa. Las cosas se hacen con amor y con pasión o mejor no se hacen, quiere decirle al cada vez más ralo grupo de estudiantes, que comenzó con 29 personas y que a lo largo de 2 meses se redujo a 11, en su mayoría varones. Pero siempre, en primera fila, y eso le causa mucha tranquilidad, Victoria Valderrama escucha sus palabras, anota lo importante, participa en la solución de las ecuaciones y los teoremas, entrega los mejores reportes, gana las más altas calificaciones. Ya se saludan, ya se sonríen en los pasillos, ya ella se atreve a hacerle preguntas después de clase y él piensa en su cara de muchacho, la imagina sentada delante de una computadora, escribiendo el informe sobre las mediciones de los rayos X, de los gases emitidos por el conjunto de galaxias Formax o la composición y evolución de la Supernova 19-87A, reposando la goma del lápiz sobre sus labios (¿cómo son sus labios, finos o gruesos? Mañana recordará fijarse en ellos), en su habitación de los dormitorios estudiantiles donde duerme sola, con aquella sudadera gris que le queda tan bien, y las piernas desnudas y perfectas, apenas tapados los pies por un par de blancos y límpidos calcetines con los que se pasea descalza en el alfombrado cuarto, para pensar mejor y poner todas sus ideas en perfecto orden como en perfecto orden se encuentran todos los elementos del universo.

La materia negra, que según los científicos forma parte de casi todo el universo, pero que nunca se ha logrado ver, podría tener diversas formas y tamaños, dijeron hoy astrónomos japoneses. Los físicos señalan que la única forma en que las galaxias pueden alejarse entre sí tan rápidamente sin disolverse surge del hecho de que contienen mucha más materia de la que se puede percibir con instrumentos convencionales. La gravedad que mantiene la cohesión de todos los objetos, desde un planeta a una galaxia, está directamente relacionada con la masa de esos objetos. De allí surgió la idea de la Çmateria negraÈ, que sería diferente a la materia normal integrada por átomos familiares cuya existencia se puede percibir. Pero debido a que la materia negra es invisible, los astrónomos tienen que hacer enormes esfuerzos por encontrarla.

Y el profesor Regis la escucha leer aquel párrafo y la mira sonreír y le pregunta el por qué de su sonrisa y ella le explica que a veces todo ese asunto de la materia negra invisible le parece un cuento de Julio Cortázar, sobre todo ese párrafo que acaba de leerle, y el profesor ríe de buena gana y piensa que si ese comentario se lo hubiera hecho su esposa Federica la hubiera reprendido. Pero tratándose de Victoria, le parece tan encantadora su oscilación entre lo racional y lo fantástico, entre la vulgaridad y el genio que más bien celebra su ocurrencia. Es hasta entonces que recuerda a Federica. La imagina mordiéndose los puños del coraje, porque ahora el profesor Regis está sentado en un avión, sin su esposa, junto a Victoria Valderrama, como representantes de la Facultad de Física, camino a Tokio, a entrevistarse con el profesor Yasushi Ikebe, con el objetivo final de conocer los estudios hechos por él y otros colegas japoneses con el Satélite Avanzado para la Cosmología y la Astrofísica, y beben champaña con el desayuno que les ofrece la aeromoza y ríen descubriendo las figuras y las formas raras de las nubes y se sienten tan dueños del conocimiento científico que saben que el avión no va a caerse porque el propio profesor ha hecho toda una serie de cálculos matemáticos con los cuales puede demostrar que ese día ningún avión va a estrellarse en ninguna parte del mundo y ambos ríen de buena gana porque vencen a la muerte desde la seguridad de las matemáticas.

Él va sentado junto a la ventanilla y ella que se asoma para ver hacia afuera tiene que rozarse un poco con el hombro del profesor y le pregunta:

–Profesor, ¿usted cree que algún día podremos viajar al espacio, digo, usted y yo como seres humanos normales, sin tener que convertirnos en astronautas, como quien toma un autobús o un avión cualquiera, tomar una nave espacial al infinito y traernos de recuerdo un cubo de materia negra que usted pondría de pisapapeles sobre su escritorio y otro que yo vendería a algún museo para seguir financiando mis estudios universitarios? ¿Usted lo cree, profesor?

Y ella lo mira como si todo eso fuera tan cierto, tan posible, tan cercano, tan probable, que él contesta:

–Sí, lo creo.

El destino los coloca entonces en el restaurante de un hotel de Tokio, solos, concluidas las labores con el profesor Ikebe, dialogando amenamente frente a una cena muy occidental porque no pueden descifrar aquellos garabatos preciosos en el menú que Victoria Valderrama mete en su bolso para llevárselo como fetiche de aquel viaje, un buen steak a la parrilla, papas al horno, ensalada César, vino tinto, cheese cake y un café irlandés, la Universidad de Tokio paga, mientras ríen, tintinean los vasos, chocan los cubiertos contra la porcelana. Los camareros corren con bandejas de acá para allá, entran y salen comensales del restaurante, pero ellos no notan nada porque están demasiado enfrascados en una conversación que nada tiene que ver con la astrofísica (las películas norteamericanas de los años 40 y 50 de las cuales ambos son fanáticos, las novelas de Marguerite Duras, la música de Thelonius Monk, los países a los cuales les gustaría viajar, ambos coinciden en que les fascinaría ir a Egipto y a Grecia, el profesor confiesa que ha viajado a muchas partes, siempre en busca de observatorios y descubrimientos científicos, de bibliotecas o documentos investigativos, sin tiempo para conocer playas ni monumentos, y ella le cuenta de la vez que hizo el examen para ser astronauta en Langley pero que aplazó por unos pocos puntos), y mientras hablan, la mesa parece haberse estrechado tanto al punto que ambos están tan cerca y él nota el brillo en los ojos de Victoria Valderrama (nombre de oscura actriz de cine mudo tiene usted, le dice él) y ella piensa por primera vez que bien puede enamorarse de un hombre mayor que ella tantos años (y usted, nombre de boxeador mexicano en una película de Joaquín Cordero, le dice ella).

Y cuando vienen a darse cuenta son los únicos habitantes de un restaurante que nunca cierra, porque el hotel tiene por política mantenerlo abierto 24 horas continuas, y aunque la verdad es que no quieren moverse de allí en lo que les sobre de vida de lo bien que se la están pasando, deciden que es tarde, que deben descansar, que deben subir a sus respectivas habitaciones, que al día siguiente el profesor Ikebe tiene que llevarlos al Centro de Estudios Astrofísicos a recibir toda una actualización de datos sobre, Çpero no hablemos de esas cosas Regis, (siempre lo llamaba ÇprofesorÈ, hasta esa noche), nos hemos pasado hablando obsesivamente sobre usted-ya-sabe-qué desde el momento en que nos conocimos y creo que ya es hora que cambiemos de tema, que lo obviemos por lo menos durante una nocheÈ, y Regis Coronado sonríe y se siente un muchacho conociendo por primera vez a una mujer, esa historia que siempre se repite cada vez que surge una pareja de enamorados, el primer hombre y la primera mujer, los únicos en todo el universo, inventando el amor de nuevo, y el profesor se reprocha a sí mismo camino de los elevadores, se reprocha la sonrisa que no le cabe en el rostro y pensar en esa palabra, Çel amorÈ, como si no tuviera una esposa esperándolo a cientos de millas de distancia, una fiel y maravillosa mujer a la que él honestamente ama y con la que ha sido feliz, indudablemente feliz, en sus 27 años de casado.

Todo eso está tan lejos ahora, todo eso no existe, ni la imagen de Federica, ni el pasado, ni los hijos, ni los amigos, ni siquiera el espacio sideral, el infinito, las constelaciones o la Vía Láctea, ahora solo existe Victoria que tiene la virtud de hacerle olvidar hasta lo invisible, es una tontería pensar en la materia negra, tratar de comprobar si existe o no, cuando lo único palpable y real es esa mano, la delgada mano de Victoria Valderrama que sujeta tembloroso dentro del ascensor, el rostro de la muchacha que no puede ver por puro miedo, los números iluminados de color rojo en la parte superior de la puerta y el zumbido del motor y las poleas que transportan aquel minúsculo recinto que los contiene a ambos, la puerta deslizante que se abre en el pasillo desierto y alfombrado que amortigua el sonido de sus pasos y el silencio que ambos acuerdan de manera tácita para no importunar a los demás huéspedes que de seguro están dormidos, qué vergüenza, ríe ella, y susurra como si alguien fuera a oírlos, regresar a estas horas de la madrugada, ella ríe, ella es feliz ahora, piensa él, y yo también y qué importaría, que daño haría, qué pasaría si yo me atreviera a / pero no se atreve y ella saca la llave de su habitación, la 958, y se despide con un beso en la mejilla y posando su flaca mano sobre el hombro de Regis, mientras él aprovecha para tomarla por el talle, estrecharla junto a él, siente su cuerpo delgado, liviano, joven (tan inquietantemente joven), y la separa de él, la mira muy serio y comienza a irse, voltea una última vez su cabeza para mirarla al fondo del pasillo entrar a su cuarto, cerrar la puerta color aqua y el pasillo despoblado y el deseo revoloteándole en el pecho, como un murciélago.

Regis Coronado se pasa lo que queda de la noche tumbado boca arriba, fumando Viceroys, con la luz apagada, la ventana abierta y el rumor de Tokio a sus pies, una ciudad que nunca duerme, una ciudad con luces encendidas, brillantes, de colores, un rumor indefinido como trote de hormigas, murmullos, retazos del día enhebrados en desorden, acudiendo a su recuerdo, pedazos de voz de Victoria Valderrama, Çla gran pasión de mi vida es la astronomíaÈ, la pasión, eso es, alguien que comprende que se puede sentir pasión por algo tan científico y matemático como el espacio y sus misterios, Çpero desde el momento en que existe el misterio, existe la magia y por lo tanto, la posibilidad de la irrealidad y la especulación y la fantasía, no todo puede ser fórmulas matemáticas, profesor RegisÈ, y Federica, espina impertinente, una imagen borrosa de esposa sonriente y comprensiva a pesar de las discusiones y los desencantos que suponen los años y la convivencia, es mejor quedarse así, en lo cómodo, en lo conocido, es mejor contar lo que se tiene y no lo que hace falta, es mejor no arriesgar, no saltar al vacío cuando lo que puedes perder es la vida y todo lo demás, quedarte sin nada entre las manos, perder tu reputación de profesor respetado, de hombre de principios, de ciudadano íntegro y honrado, para qué pensar siquiera en ello, cámbiate la ropa, ponte el pijama, fúmate el último cigarrillo que ya dentro de pocas horas tendrás que levantarte y verla de nuevo, siempre ocurren cosas así cuando uno pasa de los 50, una pequeña sirena extraviada, una tentación con sonrisa de inocencia que te dice ven, ven, mientras ondula sus brazos de serpiente y te atrae como imán al hierro, faltan todavía 6 días para que regresemos, ¿y cómo voy a sobrevivir a su sonrisa, a sus ganas de vivir y saberlo todo?, estoy viejo, estoy cansado, ¿viejo?, ¡viejo no!, a los 52 años, por Dios, pero es cierto, algo ocurre con el paso del tiempo, algo que te obliga aunque no lo quieras, a serenarte, a pausar la intensidad de tus actos y tus sentimientos, a medir cada paso, a mirar el todo del pasado y compararlo con el escaso futuro que te queda, y ni siquiera es un acto racional, una decisión conciente y voluntaria, nada más ocurre y te causa escalofríos, sientes que has dejado mucho de ti tirado por la autopista de la vida, cosas de ti que jamás recuperarás y que no sabes, no notaste cuándo perdiste de una vez y para siempre, porque cada día que pasa avanzas hacia una única meta posible, injusticia, justamente cuando vas aprendiendo cómo moverte mejor en el mundo, cómo convivir con todos los desequilibrios y carencias, cuando aprendes a conformarte y a vivir con satisfacción con lo poco que tienes, entonces tienes que morirte, y ni siquiera tienes alternativas, ni siquiera hay opción, no hay manera de vencerla o evadirla, debes pasar por ahí, por la puerta de la muerte, esa puerta que él abre para regresar al pasillo alfombrado y silencioso, para llegar hasta la habitación 958, alzar el puño, dispuesto a golpear y mantenerlo en el aire un momento, sin decidirse, sin atreverse, sin saber qué hacer, pero precisamente porque existe la muerte es que debe hacerlo, tocar 4 veces, toc, toc, toc, toc, nada más fácil, recordar El Extranjero de Albert Camus (Çy era como cuatro breves golpes que daba en la puerta de la desgraciaÈ) y esperar a que se abra la puerta y ver el ojo derecho de Victoria Valderrama asomar por una pequeña rendija, que luego se hace más grande, y que entonces es la puerta abierta y los brazos que lo reciben y un camisón que cae al suelo y la cama y los besos y el silencio, rodar los cuerpos, susurrar, respirar, sudar, mientras Tokio muere de envidia más allá de la madrugada y la luna llena y un suspiro que rasga el aire, cuchillo cortando seda.

Algo pasa cuando los cuerpos se encuentran, algo cambia después que se conocen humores, lenguas, vellos, oquedades, es un correr los velos, un derrotar muros, ya no se puede hablar como antes, ver como antes, sonreír como antes, algo hay de complicidad después de eso, algo que nace del íntimo conocimiento de lo que no se muestra, algo que nos une y que, al mismo tiempo, comienza a separarnos, obra como el péndulo de Poe, un lento, lentísimo vaivén que corre con el filo sobre nuestro pecho, listo a matarnos, apenas una cuestión de tiempo o de encontrar un método para la salvación.

El profesor Regis vive 5 felices días más en Tokio pero el día anterior al regreso se le nota hosco, callado, sombrío, con la mirada extraviada, desatento, desanimado. Victoria le pregunta si se siente bien y él le dice que no es nada, que es el cansancio y ella le sonríe, pícara, claro, entre los astrónomos japoneses, la diferencia de horarios y ella, cómo no va a cansarse.

Y es entonces cuando comienza a rechazarla, a no querer que ella lo toque, a no querer que ella le sonría, que le diga nada, porque Victoria es tan asquerosamente cariñosa, tan perfecta, tan ideal, que ya no puede soportarla, que debe deshacerse de ella lo más pronto posible, que tiene que explicarle que aquello no puede ser más que / porque Federica espera en casa y yo no puedo / porque cuando los directivos de la Universidad se enteren / porque la diferencia de edades entre / porque tú nunca aceptarías / porque mis hijos y mis nietos / porque motivos hay muchos pero en el fondo se trata de la imposibilidad de confrontar el miedo y el deseo / el miedo, antiguo vencedor de guerras de amor.

Regresar a la ciudad y despedirse fríamente, con un apretón de manos en el aeropuerto donde Federica los espera y le ofrecen llevarla en el vehículo y Victoria, prudente, con una sonrisa tan forzada que ella teme se le note la mentira en la cara, rechaza la oferta para tomar un taxi cualquiera, hundirse en el asiento de atrás, ver las luces del aeropuerto, recordar Tokio, el hotel y el observatorio y llorar, llorar, llorar, mientras el taxista insiste, pregunta:

–¿Se siente bien, señorita? ¿Le pasa algo? ¿Quiere que me detenga en una farmacia y le compre un calmante?

Nueve años después entra al salón de conferencias donde 6 personas presiden un coloquio sobre la interpretación de los sueños que causa mucha polémica por lo subversivo de sus conceptos, por el empeño que la Dra. Victoria Valderrama pone en demostrar que los sueños son maneras de viajar a otros estados de conciencia y que lo que ocurre en ellos es tan real como lo que ocurre en esta dimensión que llamamos vida. El profesor Regis Coronado se mantiene discreto, en la última fila, descubriendo a Victoria, su presencia suavizada por el pelo largo hasta los hombros, unos kilos de más, siempre imán para el ojo de los hombres, siempre su voz mezcla de erudición y juego, y las preguntas interminables, retadoras, que la Dra. Valderrama contesta con toda habilidad.

Al terminar el coloquio, al retirarse todos del salón, el profesor Regis la espera. Tiene miedo, no sabe qué decirle. No ha vuelto a verla desde aquel apretón de manos en el aeropuerto que coincidió además con el cambio de Universidad y de carrera por parte de Victoria, sin explicación ni despedida alguna.

Varias veces la soñó (sueños húmedos que la discreción y la vergüenza me impiden reproducir), Çhe soñado tanto contigo que es como si siempre hubiéramos estado juntosÈ piensa decirle, y se lo diría si no es que la frase le parece tan cursi y estúpida, él necesitado de preguntarle si ella también soñó con él alguna vez desde entonces, él interceptándola en el pasillo, ella reconociéndolo, modificando su expresión de inmediato, recuperando algo del rostro que tuvo cuando las noches en Tokio, recuperando algo de lo que enterraron precipitadamente, saltos cuánticos entre el pasado y el presente, siluetas en una habitación oscura, el murmullo, el diente sobre el labio, la saliva dulce, la cortina ondulante, la sirena de un carro de policía calle abajo, la ciudad extendida a sus pies con luces brillantes como un roto collar de diamantes, mientras Victoria camina junto a él sin mirarlo, sin decirle nada, sin saludarlo siquiera, y él la observa pasar, mudo, incapaz de abrir la boca, de moverse, de seguirla, mientras ella sale del salón de conferencias y cierra la puerta tras de sí, la puerta color aqua del hotel donde no verá el ojo derecho de Victoria Valderrama ni el camisón que cae al suelo ni los besos ni el silencio, porque no se atreve a tocar 4 veces en la puerta de la desgracia y regresa a su habitación, masticando su cobardía para saludarla al día siguiente, en el restaurante del hotel a la hora del desayuno, sin que esa muchacha que entra visiblemente apurada y atrasada al salón sepa nunca las cosas que él sueña cuando cierra los ojos mientras se muere de aburrimiento en las conferencias de la Universidad.

 

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