Ensayos
¿Qué fue de todo aquello?
D
espués de los primeros signos de cansancio del boom ¿podremos perdonarlo algún día?, a mediados de los años setenta, comenzaron a sucederse una serie de posboomes en el seno de la literatura latinoamericana, al punto de que en la actualidad no es imposible enumerar, quizá, unos tres, hasta llegar a lo que no fue, no será o sí puede ser el boomerán: el "retorno de los cadáveres", en palabras de Emir Rodríguez Monegal. Es decir, la tradición que se muerde la cola.Muy pocos boomes, evidentemente, pasaron de la etiqueta, con excepción de lo que yo considero que fue el verdadero posboom o, más bien, lo que vino después del boom, la incorporación del kitsch, la cultura de masas, el humor, la ironía y el melodrama, en vez del barroco, la alta cultura, la épica y la invención de un pasado mítico en la tragicomedia latinoamericana.
¿Apocalípticos o integrados, apolíneos o dionisíacos? El verdadero posboom fue representado, principalmente, por el argentino Manuel Puig, el peruano Alfredo Bryce Echenique y el nicaragüense Sergio Ramírez, y tuvo un antecedente casi simultáneo, o inmediatamente anterior, en la primera obra del cubano Guillermo Cabrera Infante.
Hoy entendemos que un fenómeno como el boom tiene, tuvo predecesores, por supuesto, aunque hayan sido inventados, pero no puede tener continuadores, a pesar de que muchos lo hayan intentado. Plagiarios, pero no imitadores.
Desde entonces mucha tinta ha corrido bajo el puente de la modernidad.
Con el boom muere la literatura universal y nace la literatura global, querámoslo o no, como parecen afirmar, a pesar de sí mismos, Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Laura Esquivel, Tomás Eloy Martínez, Jaime Bayly y Marcela Serrano, sin que la lista sea definitiva. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, parece recordar entre dientes, con ironía, el cadáver de Pablo Neruda.
Como lo he dicho en otro sitio, el boom fue la última gran manifestación literaria moderna que tuvo una recepción totalizadora en Occidente: mercado masivo, impacto mediático y legitimidad académica. De paso, recreó en edición de bolsillo un megarrelato previamente conocido y fácilmente socializable: esa ficción que llamamos Latinoamérica.
Este gran malentendido que es Latinoamérica siempre ha sido un macrotexto un hipertexto, diríamos ahora, poniéndonos cibernéticos desde los viajeros que soñaron una terra incognita antes de haberla "descubierto". Latinoamérica no existe nominalmente, sino que adquiere identidad en la mirada exterior, ajena, del otro, desde afuera, sobreponiéndose a las diferenciaciones internas, en un dispositivo de representación más verosímil que cualquier realidad diferenciable.
De la alegoría de la novela popular
Si Bloom no confundir con su gemelo, Harold boom hubiera escrito su famoso canon hace unas décadas estoy casi seguro de que no lo hubiera llamado occidental sino universal. Pero hoy queda muy poco de lo que Goethe llamó la weltliteratur en 1827, la literatura universal, como una especie de quintaesencia de la Ilustración que mezclaría la búsqueda de la verdad con una idea absoluta del mundo y del universo.
El alma del mundo, la llamará el romanticismo; el mapa del universo, la llamará Borges; la enciclopedia universal, la denominaron Italo Calvino y Umberto Eco. El todo que es nada.
Si Occidente pasó de la alegoría a la novela popular, en unos cuantos siglos, la literatura moderna nació cuando el mundo dejó de ser una metáfora. La novela como género se objetivó en la encrucijada de la revolución industrial, la democracia burguesa y la sociedad urbana.
Como herencia de su pasado medieval, la literatura europea consagró la búsqueda del absoluto al mismo tiempo que descubrió que la realidad era una ficción.
Este absoluto se encarnó en la vanguardia radical. En el fondo, autores como Proust, Joyce, Kafka y Musil, por citar algunos paradigmas, al ficcionalizar la memoria, el día como unidad de vida, la burocracia racional como absurdo y el intelecto como dimensión espiritual, no hicieron sino intentar apresar el tiempo mítico y escapar al hastío impuesto por la secularización moderna.
La modernidad literaria intentó salirse de la modernidad hasta la globalización.
La búsqueda de la novela infinita en Occidente se clausura y se abandona con el boom también lo ensayaron Cortázar y Calvino, aunque podamos encontrar su agónico reflejo en la brillante proyección literaria que hace Jorge Volpi en En busca de Klingsor (1999) de la paradoja de Gödel: "En una galería de cuadros un hombre mira el paisaje de una ciudad, y este paisaje se abre para incluir también la galería que lo contiene y el hombre que lo está mirando" dicho en palabras de Calvino y así sucesivamente.
Es decir, hablamos de la novela total, la historia que se cuenta a sí misma porque participa del lector: "La novela infinita que incluye todas las variantes y todos los desvíos; la novela que dura lo que dura la vida de quien la escribe", dicho por Ricardo Piglia.
Absoluto e incertidumbre
Con su lucidez escalofriante, que lo convirtió en el mejor prosista de la lengua alemana, Nietzsche lo dejó dicho en 1888: "El mundo, por el contrario, se ha vuelto para nosotros por segunda vez infinito: tanto que no podemos refutar la posibilidad de que contenga interpretaciones hasta el infinito. Una vez más el gran estremecimiento nos sobrecoge, pero, ¿quién tendrá afán de divinizar de nuevo, inmediatamente, a la antigua, este monstruo de mundo desconocido? ¿De adorar quizá desde entonces esta incógnita objetiva?".
La muerte de Dios no es otra cosa que la muerte del sentido del absoluto y la irrupción de la incertidumbre: "¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! Y somos nosotros quienes lo hemos matado! ¿Cómo nos consolaremos nosotros, los asesinos de los asesinos? Lo que el mundo ha poseído hasta ahora de más sagrado y más poderoso se ha perdido bajo nuestro cuchillo ¿La grandeza de este acto no es demasiado grande para nosotros? ¿No estamos obligados a volvernos nosotros mismos dioses para por lo menos parecer dignos de los dioses".
Este intento imposible lo ficcionalizó la literatura moderna el narcisismo, la enfermedad del yo, la invención de la originalidad y de la función del autor en contraposición con la tradición durante todo el siglo XX: fundir el arte y la vida, ser dueños del tiempo y del espacio, de la memoria y del sueño.
En una sociedad regida por la tradición no existe el plagio ni el copyright y don Camilo José Cela el premio Nobel no salva de las acusaciones de plagio ni de la esterilidad literaria no tendría tantos problemas para ser original sin volver a ver hacia atrás o hacia adelante.
En La voluntad de poder, el seudo Nietzsche parece que habla de la actualidad cuando habla de la ebriedad de la libertad: "Somos más libres que nunca y podemos lanzar la mirada en todas direcciones; no percibimos límite por ninguna parte. Tenemos esta ventaja de sentir alrededor de nosotros un espacio inmenso, pero también un vacío inmenso. Y el ingenio de todos los hombres superiores de este siglo consiste en triunfar de este terrible sentimiento de vacío. Lo contrario de este sentimiento es la embriaguez en la cual el mundo entero nos parece haberse concentrado en nosotros, y donde sufrimos de una plenitud excesiva".
De ahí proviene la larga querella de la vanguardia con el modernismo integrado al capitalismo. Pero la literatura contemporánea, después de intentarlo todo y El Todo, la totalidad, pasó del Café Voltaire al fast-food. Como ya dijimos antes, si con la modernidad "la literatura es todo lo que se lea como tal" volvemos a citar a Cabrera Infante, con la globalización "la literatura es todo lo que se venda como tal".
El Make it new del modernismo según un profeta equivocado, pero lúcido, el estadounidense Ezra Pound se transformó en la novedad del mes, en el éxito repentino, en la eternidad fugaz del best-seller.
La globalización no es la negación sino la modernidad devorada por sí misma.
¿Queda algo del proyecto de literatura universal tal y como lo entendió Occidente en el siglo XIX? Yo creo que no.
Queda la economía del terror externada en las recientes palabras de un filósofo pragmático de la globalización, un tal George W. Bush, cuando afirmó: "Cuando pasemos a la acción estaba hablando de Afganistán, pero también de Irak, Irán, Libia, Corea del Norte o cualquier otro país del eje del mal, una ficción literaria y geopolítica, añado yo, no vamos a disparar un misil de $2 millones sobre una tienda vacía para darle en el culo a un maldito camello". Moraleja: hay que dar en el blanco.
Quedan las anécdotas: el entierro de Lady Di fue el evento mediático más masivo o el evento televisivo más mediático, que es lo mismo de la humanidad, más de 500 millones de personas, pero un año después volvió a la insípida tranquilidad de la sala familiar inglesa y al relativo olvido. Las lágrimas de los melodramas son efímeras.
El escritor nicaragüense Sergio Ramírez nos cuenta, en su más reciente libro de relatos, que un compatriota perdió su empleo por seguir los funerales de Lady Di durante una semana con tal de identificarse con su esposa muerta, también de nombre Diana, de profesión adúltera y de destino bastante menos inmortal que la inglesa desesperada.
Los afganos, después de 30 años en guerra, incluyen en sus tapices tradicionales helicópteros soviéticos, tanques de combate, granadas y ametralladoras AK-47 al lado de los símbolos geométricos, zoomorfos y florales de la tradición.
Moraleja posmoderna: las identidades globales se construyen tomando más o menos de donde uno pueda y como uno quiera.
Quedan los vasos comunicantes: Salman Rushdie y Arundhati Roy confesando que basaron su literatura en Cien años de soledad; Naguib Mahfuz adaptado al cine mexicano en melodrama mexicano; Vikram Seth describiendo a un tibetano diciendo que le recuerda a un peruano.
Moraleja: la globalización no tiene moralejas ni moralinas, tiene moralidades, identidades, especificidades difíciles de aprehender, pero en una oferta dominada por la demanda la imaginación individual prevalece de vez en cuando sobre el sistema global.
La oferta es local y la red es global: a la literatura globalizada se le superpone aún la literatura internacional heredada del primer sistema de circulación creado tras la Segunda Guerra Mundial la emergencia de la sociedad de clases medias, la segmentación de los mercados, la individualización de las necesidades y que dio paso al libro de bolsillo, al best-seller, al libro como objeto de consumo no de culto, como en la sociedad tradicional y al marketing.
La modernidad globalizada
Lo que caracteriza a la modernidad globalizada es la imposibilidad de inscribir la actualidad dentro de la tradición. Todo es posible, pero, o no hay antecesores o no se sabe de qué lo son, qué es lo que anteceden, qué es lo que viene después, cuál es ese pasado mañana que se está deslizando dentro del presente.
Esta urgencia de perseguir ansiosamente una nueva modernidad el presente que se escapa del presente, la modernidad que hay que reconstruir al día siguiente; en definitiva, el mito del progreso permanente, un nuevo paradigma más o menos estable, es una herencia de la vanguardia, pero desposeída de su carga explosiva contracultural y de su visión utópica.
Borges hizo un descubrimiento literal y literariamente fantástico: descubrió la literatura como biblioteca de Babel, descubrió que la literatura contemporánea es parte de la literatura clásica, que es como decir que Dios está en todas partes sin estar en ninguna: "porque todo él está en todo el mundo y en cada una de sus partes infinita y totalmente" (en palabras de Italo Calvino).
Borges bordeó el vacío con el juego, es decir, lo saltó, haciendo no sólo como si su escritura fuera escrita por otro sino como si ya hubiera sido escrita anteriormente, no por el autor, sino por la tradición.
La literatura, entonces, se convierte en una serie de fantasías finitas que incluyen fantasías infinitas el mundo a la vez como enciclopedia y como modelo abstracto del mundo, siendo a la vez absolutamente moderno modestamente moderno, diríamos y potencialmente posmoderno, como lo dice en El jardín de senderos que se bifurcan: "Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma".
El hilo de Ariadna
Con Borges volvemos a la literatura de artificio, pero también a la fábula. La literatura contemporánea vuelve a los géneros porque volver a las reglas del arte es reencontrarse con las estructuras primarias del sentido el cuento como nostalgia organizada del absoluto del mundo, del alma del mundo y oponerse a la arbitrariedad y desmaterialización de la realidad. Es volverla tangible de nuevo.
El mundo no como utopía sino como ajedrez, cábala o albur. Saltar el abismo saltando a la cuerda o jugando a la rayuela o a la gallina ciega. Pero no hay nada más serio y terrible que el juego.
El hilo de Ariadna, que es el hilo de la narración, nos saca del laberinto de nosotros mismos.
Y hablando de nostalgias, en la metáfora que es Internet, metáfora de metáforas, fábula de fábulas, es perceptible una nostalgia imaginada por el alma del mundo y por volver a enlazar el arte y la vida, el tiempo y el espacio, más allá del tiempo y del espacio. El chat, elevado a categoría universal, vendría a ser la novela total, imaginada por la modernidad, en la que se sumara toda la experiencia de una vida.
¿Cómo será la novela del siglo XXI ante el infinito finito de la fábula infinita?
Una primera opción sería retomar la novela como gran construcción, como metáfora del mundo tal y como la entenderían los españoles Marías, Vila-Mata y, en la literatura latinoamericana contemporánea, el mexicano Jorge Volpi, o autores de una generación intermedia, aplastada por el boom, que ahora resurgen con fuerza, como el argentino Piglia; una segunda opción sería extasiarse y recrearse en el carnaval humano Muñoz Molina, Bolaño o volver a la fábula, a la historia primigenia como reducto de la vida cotidiana entremezclada con la tradición vivida Manuel Rivas, Almudena Grandes, reencontrándose con el melodrama a la vuelta de la esquina.
Es lícito preguntarse si las palabras del escritor estadounidense William Faulkner, cuando habla de "partir de los materiales del espíritu humano", "los problemas del alma humana en conflicto consigo misma", al recibir el premio Nobel, tienen aún algún sentido para la ficción posmoderna o nos recuerdan alguna suerte de misión idealista pero no necesariamente programática: "El escritor debe ponerse en contacto nuevamente con estos conflictos (con) las verdades universales de otros tiempos, que cuando ausentes hacen de cualquier historia algo efímero y vano: el amor y el honor; la piedad y el orgullo; la compasión y el sacrificio". ¿Dicen algo aún?
Hay que huir de los programas, sin duda, pero no de las visiones, aunque sean amargas y pesimistas. Objetivar lo subjetivo.
Si es imposible unir la poesía y la verdad, como deseaba Goethe, sí al menos la ficción y el testimonio. Decirlo todo, contar, reabrir las heridas de la posibilidad, decía alguien, aunque sea en contra.
No hay verdades, pero sí hay testigos, sobrevivientes. Asumir la presencia del presente con riesgo, aunque sea a favor. Arriesgarse, ponerse en peligro, condenarse, intentarlo de nuevo, continuar, permanecer entre la zozobra y la extenuación (Faulkner).
A pesar del exhibicionismo, el individualismo y el narcisismo imperantes, que nos conduce por los senderos del melodrama, a pesar del fin de la literatura universal y de los conceptos universales, recordar que la humanidad es una abstracción probablemente necesaria, que los personajes son individuos que piensan el mundo, que incluyen el alma del mundo en su hipotética, improbable alma; el infinito en su fuego interior; el absoluto en su miserable pequeñez; la inmortalidad en sus escasísimas horas de vida.
La literatura actual no está hecha de estilos, como fue caracterizada la modernidad literaria a partir del romanticismo, sino de géneros: la forma nos preserva del caos, la fábula nos recuerda la irrecuperable armonía del universo.
Sin embargo, la muerte de Dios como absoluto y principio integrador reduce todas las historias a ser melodramas: tragedias kitsch, comedias sin redención, sobrevivientes sin moraleja.
Ya lo dijo Alejo Carpentier adelantándose a su época: "Hoy los grandes melodramas de la época cobran una importancia planetaria". ¿Hablaba de Diana de Gales? ¿Imaginaba a Pablo Coelho? De ahí la importancia del psicoanálisis, de la psicología y de la autoayuda los nuevos oráculos universales, que transforman a los seres comunes y corrientes en héroes y heroínas tragicómicos. El melodrama del best-seller al talk-show es a la posmodernidad lo que la novela popular fue a la modernidad: "el sujeto es convocado a un lugar extraordinario que lo saca de su experiencia cotidiana" (Piglia). Lo dijo con una lucidez inesperada Julia Roberts, la misma que cobra $25 millones por cada melodrama lacrimógeno y sensiblero que filma: "Soy una persona ordinaria con un oficio extraordinario".
En la edad de la confusión, todas las novelas son telenovelas. El hilo de palabras para salir del laberinto del yo y perseguir las huellas del sentido en las historias, fábulas y telenovelas con los que los seres humanos recuerdan que, en un tiempo, creyeron ser dioses.
Por medio de la fábula, del relato organizado, el lector piensa que aún es protagonista de su propia tragedia, la objetiva, y vuelve a hacer suyo el destino de los grandes personajes de la antigua literatura universal, cuyas cenizas impregnan con imágenes, íconos y relatos todo el entramado de la cultura popular, desde el cómic hasta el videojuego y lo que venga después.
El destino, la nostalgia del absoluto, la confianza en que las historias comienzan y terminan, en que los hechos humanos conducen a alguna parte y que ese acto de lectura, como efecto de realidad, repara la descompuesta unidad de la existencia, es lo que explica que la fábula, tan universal antes como ahora, regrese.
L
a proporción de delincuentes entre los miembros de la comunidad científica es difícil de establecer, pero no debe ser muy distinta de la de la población general. Además de delitos comunes, los científicos pueden cometer delitos relacionados con el mismo proceso de investigación y con el de difusión de sus resultados. Ante el enorme incremento que tanto el volumen como la complejidad de la actividad investigadora ha alcanzado en nuestros días, no resulta sorprendente que hayan aumentado los casos legales y paralegales relacionados con ella.En los países más avanzados Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia se ha puesto de manifiesto la enorme dificultad que existe para tratar este tipo de delincuencia tanto en la jurisdicción académica como en la ordinaria. En el ámbito académico, la dificultad se deriva de la falta de una definición unívoca de este tipo de delito y de procedimientos establecidos que respeten la seguridad jurídica del encausado, en cuanto al proceso de prueba y a la presunción de inocencia. Aparte de la indefinición del delito, para la jurisdicción ordinaria y para la legislativa la principal dificultad estriba en la incomprensión esencial de jueces y legisladores de la actividad investigadora, cuando sobre ella deben ejercer sus respectivas funciones.
La definición más común de la mala conducta científica adoptada, por ejemplo, por la US Office of Research Interity es la siguiente: "Fabricación y falsificación, plagio o prácticas que se desvían seriamente de las que son comúnmente aceptadas en la comunidad científica para la propuesta, realización y difusión de los resultados de investigación. No se incluye el error honesto o las diferencias de buena fe en la interpretación o enjuiciamiento de los datos". Esta definición requiere multitud de salvedades y matices, es vaga respecto a determinados supuestos y plantea dificultades jurídicas a la hora de su aplicación: prácticas comunes y esenciales del proceso investigador resultarían delictivas, mientras que ciertos vicios escaparían a la definición. L. M. Guenin ha propuesto una definición más simple y más clara: el delito consiste en "hacer falsa representación, plagiar o hacer mal uso del trabajo de otro".
Si la fiabilidad del trabajo científico está muy por encima de la de aquellos que lo realizan es gracias a una serie de procedimientos que, aunque no exentos de inconvenientes y de oportunidades adicionales para delinquir, permiten depurar errores, sean éstos perpetrados de buena o de mala fe. La buena práctica del trabajo experimental requiere su registro fechado en diarios individuales de páginas numeradas y encuadernadas que en los equipos más exigentes deben ser contrafirmados periódicamente por una segunda persona. Las conclusiones del trabajo experimental deben ser discutidas minuciosamente por los autores antes de ser plasmadas en un manuscrito de formato establecido que incluye una sección en la que es obligatorio dar datos suficientes para que el trabajo pueda ser repetido en otros laboratorios. Para ser publicado, el trabajo debe tener la opinión favorable de al menos dos evaluadores anónimos y de un editor especializado que tiene la capacidad de requerir la enmienda de cualquier defecto. Suministrar suficiente información para que el trabajo pueda ser repetido resulta crucial, ya que, en general, ningún avance se considera consolidado hasta no ser comprobado por varios investigadores independientes.
Aunque el conjunto de éstas y otras medidas acaban llevando eventualmente a su cauce las aguas del avance científico, no cabe duda de que existen amplias oportunidades para que se produzcan desvíos temporales: un investigador puede inventar, falsear, "masajear" o maquillar los datos primarios y un equipo puede conspirar para delinquir; los evaluadores anónimos o el editor pueden prevaricar, obstruir la publicación de un trabajo valioso, robar ideas e incluso plagiar el trabajo objeto de evaluación y, finalmente, el formato estándar de uso obligado en que se publica actualmente lleva implícito un falseamiento, ya que en el texto científico moderno se presentan los experimentos en un orden lógico que se determina a posteriori y que rara vez corresponde con el orden cronológico de su realización. Negro sobre blanco, las reglas y pautas de comportamiento parecen más o menos claras, pero en la práctica cotidiana actúan poderosas fuerzas que las hacen borrosas y difíciles de cumplir en todos sus extremos. No cabe duda de que la ciencia ha progresado admirablemente, pero lo ha hecho en medio de sangre, sudor y lágrimas. Si volvemos la vista atrás, resulta curioso cuántas aportaciones científicas importantes fueron acompañadas de hechos más o menos delictivos según los criterios actuales. El mismo van Leeuwenhoek, que vio por primera vez bacterias, hongos, algas y otros seres diminutos con su magnífico microscopio simple, impidió que otros repitieran sus observaciones hasta un siglo después porque se llevó a la tumba el secreto de la fabricación y uso de su invento. También es conocido que los números que avalan el descubrimiento de las leyes de la herencia han sido puestos en duda por estadísticos de la talla de Fisher y Sewall Wright, aunque parece dudoso que Mendel maquillara sus datos, y que el mal llamado "redescubrimiento" de dichas leyes incluyó una sarta de acontecimientos más propios de un vodevil picaresco que de un ordenado proceso de publicación científica.
Tampoco debe olvidarse que el propio Darwin se apresuró de un modo poco honorable a arrebatar la prioridad de la teoría evolutiva de las manos de Wallace, y que en tiempos más recientes, nada menos que Watson y Crick robaron y usaron datos cristalográficos de Rosalind Franklin para apoyar su modelo estructural del ADN. El primero de ellos ha dejado constancia de los hechos con tanta brillantez narrativa como desfachatez y machismo deleznable. Un fraude célebre, que acabó con el suicidio de Paul Kammerer en 1926, es el llamado "del sapo partero". Según cuenta Koestler en el delicioso libro The case of the midwife toad (Vintage Books, 1973), Kammerer, brillantísimo orador, defendió sus teorías lamarckianas ante audiencias multitudinarias por todo el mundo y su fama igualó a la de Einstein. Conoció a Alma Mahler en un viaje de tren, la deslumbró y fue asimismo deslumbrado más bien lo segundo y ésta se incorporó como voluntaria a sus experimentos de adaptación, que duraban años y eran muy difíciles de repetir. La enconada controversia entre lamarckianos y darwinistas que se derivó de estos experimentos acabó bruscamente cuando se descubrió la falsificación en un espécimen de sapo partero que provocó el trágico desenlace. Koestler piensa que no fue Kammerer el autor de la falsificación y resalta que, en cambio, el bando darwinista, especialmente el famoso Gregory Bateson, defendió la teoría correcta por métodos incorrectos.
En tiempos recientes, el incidente más ilustrativo de las dificultades de lidiar con el delito científico tal vez sea el que empezó siendo "el caso Imanishi-Kari" para acabar bajo la denominación de "caso Baltimore" (D. J. Kevles, The Baltimore Case, W. W. Norton & Co. 1998). Este caso ha durado más de una década, entre 1985 y 1996, y sus consecuencias para las vidas de los protagonistas y para las instituciones involucradas varias prestigiosas universidades, los National Institutes of Health, la US Office of Research Integrity, el Servicio Secreto, el Congreso de Estados Unidos han sido de gran trascendencia. La aportación del laboratorio de la doctora Imanishi-Kari a un trabajo de immunología, publicado en la revista Cell en colaboración con el del premio Nobel David Baltimore, fue denunciada como fraudulenta por un miembro descontento del equipo. El proceso de encuesta se fue enmarañando hasta extremos increíbles. En un momento dado entró en escena el Senador John Dingell que montó un proceso de inquisición toda una comisión de encuesta del Senado en el que intervino hasta el Servicio Secreto en la investigación forense de los diarios de laboratorio, y para el que se crearon instancias fiscalizadoras que mostraron su ineficacia y se destruyeron a sí mismas en el proceso. Para cuando Imanishi-Kari fue exonerada en última instancia de todos los cargos que se le imputaban, a sus cincuenta años, su carrera había sido dañada irreversiblemente. David Baltimore, que no estaba acusado del supuesto fraude, había tenido que renunciar a la presidencia de la prestigiosa Rockefeller University por defender a la acusada, mientras que el resultado científico en litigio había perdido toda relevancia, sobrepasado por el ritmo trepidante de la investigación inmunológica durante toda una década. Las instituciones americanas, del Senado para abajo, habían pagado un precio muy alto tan sólo para aprender cómo no se debe tratar el delito científico.
Hitos recientes, tales como el descubrimiento del virus del Sida o la secuenciación del genoma humano, han sido salpicados por delitos contra la buena práctica científica. Robert Gallo y su colaborador el Dr. Popovici incluso han visitado los juzgados ordinarios (ver J. Crewsdom, Science Fictions: Mystery, a massive cover up and the dark legacy of Robert Gallo, Little, Brown & Co. 2002), mientras que Craig Venter ha sido acusado de un claro desvío ético nada menos que en los Proceedings of the National Academy of Sciences (USA) y su respuesta ha sido más bien tibia. Curiosamente, Gallo y Venter fueron agraciados con el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias. Nadie duda de que ambos hacen ciencia de alto voltaje, pero es conocido que su respeto a ciertas normas no es lo que se dice estricto.
E
n los años veinte, el novelista guatemalteco Miguel Ángel Asturias se planteó un ambicioso proyecto literario mientras residía en París. Su idea era escribir una novela que abarcara todos los aspectos de su patria. Se llamaría Tohil, como el dios de la guerra maya. El primer producto de esta visión fue Leyendas de Guatemala, publicado en 1930 con un admirativo prólogo de Paul Valéry. Sin embargo, las otras partes de esa original visión fueron publicadas como obras separadas, y con muchísimo tiempo entre la una y la otra. Hombres de maíz apareció en 1949. Mulata de tal hasta en 1963. Mulata es prácticamente una continuación onírica de Hombres de maíz, análoga a la relación existente entre el Ulysses y el Finnegans Wake de Joyce, cuyo proceso creativo Asturias conoció de cerca en París gracias a su amistad con Eugene Jolas, editor y traductor del escritor irlandés.1 Si para Joyce, sus dos novelas representaban el día y la noche, para Asturias eran más bien el cielo y el infierno mesoamericanos. Asimismo, la obsesión joyceana por reproducir la totalidad del mundo irlandés en su obra debe haber impactado al joven autor, surgiendo en él la noción de capturar toda la guatemaltequidad de manera cuasi análoga, en una rutilante versión modernistamente totalizadora.2 Sin embargo, para 1950, en un gesto aparentemente contradictorio, se enorgullecía de las características de Viento fuerte, primera de sus novelas de la llamada trilogía bananera, cuyo obtuso realismo socialista es considerado el talón de Aquiles de la obra de Asturias. Pero, a los pocos años, volvía a su línea estética y retomaba la vía experimental que delineó para sí desde fines de los años veintes con El Alhajadito (1961), continuándola más adelante con Mulata de tal (1963), y concluyéndola con Maladrón (1969). En un estudio literario tradicional, esto podría verse a lo sumo como un capricho creativo. Pero, visto dentro de parámetros más amplios, ¿cómo es posible explicar esta abigarrada y contradictoria trayectoria en la genealogía de uno de los principales creadores del continente?Por otra parte, Luis Cardoza y Aragón, el gran poeta del mismo país, se ubicaba en los años veinte como figura de vanguardia de corte surrealista en París, amigo íntimo de Picasso, de Paul Éluard y de Breton. En los años treinta, mientras residía en México, se acercaba a los muralistas, profundizaba su amistad con Frida Kahlo y se peleaba con Diego Rivera, a la vez que sostenía una épica pelea con la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR) de México controlados por el Partido Comunista de dicho país. A principios de los cincuenta, combatía el realismo socialista que entonces proclamaba un reconvertido Asturias. Sin embargo, en los ochenta, en plena madurez y a una edad en que pocos escritores caminan sin bastón, apoyaba la guerrilla de su país y era considerado el cerebro estratégico del movimiento revolucionario.
Ambas trayectorias nos sirven para ilustrar dos fenómenos de índole local. Por un lado, el papel jugado por la literariedad guatemalteca en su esfuerzo por articular discursos nacionales con intenciones de constituir un imaginario cultural a ser impuesto por medio de relaciones poder/conocimiento. Por el otro, muestra los matices particulares que dentro de sectores hegemónicos modernizantes adquirieron estas expresiones.
Sin embargo, no intentará problematizar lo anterior. Más bien, se sirve de esos detalles tan singulares como particularistas, utilizándolos como ejemplo de una manera de pensar típicamente hegemónica, que la crítica literaria tradicional percibió hasta fechas recientes como homogénea a nivel continental. Basta citar a este respecto algunas líneas de Saúl Yurkievich, como donde dice: "las vanguardias latinoamericanas tuvieron algún tipo de manifestación en casi todos los países del subcontinente, de allí su carácter de intercontinentalidad... Y una causa, ya señalada por la crítica, es que el vanguardismo está íntimamente relacionado con el contexto de la metrópoli". (105)
Aunque los críticos siempre se dejaron influenciar por la producción literaria de su propio país de origen, asumían que lo allí contemplado operaba de igual manera en todo el continente.3 Según ellos, a lo largo del siglo veinte la producción literaria hispanoamericana intentó articular una identidad modernizadora cosmopolita. En esta genealogía, la aceptación del modernismo hispanoamericano en España validaba esta empresa, que continuaría con los vanguardismos de los veintes. La crisis de los treintas significó un ligero retroceso hacia el regionalismo y el realismo socialista. Pero, pasada la segunda guerra mundial, los autores de los cincuenta retomaron el camino del cosmopolitismo urbano, constituyéndose en precursores del boom. La obra de estos últimos significaba la feliz consecución del proyecto de modernización, y la prueba viviente de que la misma había sido alcanzada por la vía literaria, como si las letras pudieran operar en un vacío económico-social y constituir periodizaciones separadas. Sin ironía alguna, proclamaron la literatura como el primer territorio libre de América. Más que reflejar una genealogía comprensible, este proceso ilustra una gran pobreza crítica, que desafortunadamente fue fundante del canon literario hispanoamericano durante el embriagante entusiasmo de los años sesenta.
Desmarcándonos de esas groseras generalizaciones, en esta ponencia intentaremos, más bien, analizar topologías de índole más particularista. Explorando cómo la literariedad adquiere valor en Centroamérica como geografía simbólica de un trauma de naturaleza local, intentaremos circunscribir los mecanismos nacidos de rupturas traumáticas como elementos que articulan formulaciones discursivas de naturaleza contraria al discurso hegemonizador previamente delineado.
Nuestro punto de partida se ubica en la noción de que los estados nacionales, al constituirse, imitaron la razón occidental. Es decir, buscaron construir identidades nacionales sobre la base de ciertas discursividades literarias, espacio donde podemos ubicar las ficciones fundacionales de Sommer, entre otros. Sin embargo, lo que importaba era la constitución del sujeto como sujeto bio-político. Era sólo a partir de esa premisa que se llegaba a considerar civilizado al ser, y que se le otorgaban derechos humanos. La identidad estaba supeditada a la ciudadanía. De esta manera, quedaban excluidos de ejercer derechos todos los que carecían de legitimación ciudadana; es decir, todos los que eran sólo cuerpos. En el caso centroamericano, estos eran fundamentalmente los indígenas, aún cuando dicha conceptualización pueda extenderse también a mujeres, gays o negros, entre otros grupos invisibilizados por el discurso modernizador decimonónico. Por lo tanto, es sólo a partir del cuestionamiento del mismo que puede concebirse un modelo alternativo de política que los incorpore. Nuestro argumento es que, al aparecer este cuestionamiento en la discursividad literaria, la misma transgrede los paradigmas de poder y pierde resonancia como articuladora de la identidad nacional.
Empecemos por ejemplificar lo que efectivamente se hizo en la etapa inmediatamente anterior. Podemos tomar como ejemplo la obra cumbre de la narrativa centroamericana del siglo veinte, Hombres de maíz de Asturias. Su discurso buscaba constituir una identidad cultural nacionalista consensual, rasgo de la modernidad. A la vez, se desplazó hacia el espacio del deseo, hacia un nuevo tipo de discurso de corte libidinal. No es sólo un texto que anticipa el boom como ya lo afirmó Gerald Martin.4 Representa una prematura transición hacia algunas de las prácticas discursivas que en este momento se asocian con el posmodernismo literario. En la misma hay un continuo vaivén que rompe la continuidad, la "legibilidad" en el sentido tradicional de la ficción. De esta desarticulación deliberada emerge otra manera de conceptualizar una realidad inseparable de la discursividad. Lo que el juego lingüístico hace es intensificar la pasión y el deseo con precisión y vehemencia, además de buscar parámetros que conformen una identidad étnico-nacional. Para percibirlo, sin embargo, el placer tiene que conformar también parte de la práctica crítica. Sobra decir que las lecturas tradicionales de Asturias han explicitado las funciones ideológicas e históricas del texto, pero han ignorado el análisis del placer o de los juegos formales.
Lo anterior, en realidad, debería estar implícito si releemos con otros ojos los planteamientos del llamado realismo mágico. La experiencia surrealista en el París de los años veintes convenció al autor guatemalteco de que el racionalismo enciclopedista había alienado a los europeos de la vida del instinto, deseo e imaginación. De allí es que al concebir el realismo mágico como justificación estética, prosiguiera a visualizar la conciencia como un ente que debería ser liberado del pensamiento racional, gruesamente cargado de nefastas influencias occidentalizantes, para así abrirse al sistema simbólico maya y, por extensión, a los diferentes sistemas simbólicos de los varios grupos étnicos latinoamericanos. El realismo mágico, entonces, pasó a ser un híbrido de formas literarias europeas conformadas bajo la tutela del humanismo racionalista con una cosmovisión indígena. Dicho híbrido se asemejaba más a los romances míticos pre-enciclopédicos que a la novela realista de la modernidad decimonónica. O, si se prefiere, a los romances prehispánicos con los cuales Asturias busca emparentarse y los cuales intenta recrear con signos opuestos.5 En otras palabras, a la base del pensamiento asturiano ya se encuentra una crítica de la cultura occidental.6 A su entender, en la misma, el pensamiento racional y conceptual ha excluido la representación sensual, libidinal, de la realidad, por lo cual se hace necesario transgredirla.
La mencionada visión se articula con búsquedas formales que implican un marcado rechazo del realismo social. Asturias quiere proyectar artísticamente una nueva manera de imaginar las relaciones sociales, para alterar la conciencia de los que son capaces de generar el cambio político. Sin embargo, está perfectamente conciente de que para eso el género novelístico tiene que ser transformado. Es este tipo de búsqueda el que lo llevará a establecer las bases de la transición para la nueva estética que empezará a florecer a partir de los años sesenta.7 Asturias intenta forjar uno de los grandes actos simbólicos de asimilación de los sistemas de representación de su país. Desde esta perspectiva, trata de construir un mundo literario que represente un esfuerzo colectivo8 y sea socialmente relevante, abierto al mito, a la expresión lingüística plurivocal y a la transposición simbólica de la cultura popular, con la idea de forjar una nueva identidad nacional en el plano de lo simbólico.
De manera análoga a lo señalado por Gregory Jusdanis,9 Asturias entiende la falta de unidad nacional en Guatemala como una crisis étnica, un conflicto entre Estado y sociedad civil, y una falta de sistemas de significación que articulen las partes contendientes. De allí que la literatura juegue un papel central en la constitución de una cultura nacional que homogenice las diferencias, estetizándolas en un espacio simbólico meta-ideológico que cree símbolos nacionales para uso cotidiano y disfrace hasta cierto punto la naturaleza ilusoria de la nación. Lo anterior es un rasgo característico de la modernidad. Cuando observamos estas características, ubicamos Hombres de maíz en el centro de la modernidad latinoamericana, aún cuando en la misma no aparezcan de manera redondeada ciertas estructuras centrales de la cultura moderna tales como el sujeto o el Estado.
El problema que emerge del anterior análisis se ubica en las contradicciones siguientes: por un lado, Asturias intenta efectivamente articular la cultura maya con la mestiza. Sin embargo, mitificando lo mestizo como una preestablecida síntesis de lo occidental y lo indígena en el estilo elaborado por la revolución mexicana, lo hace subsumiendo lo maya a un papel subalterno. La cultura maya se limita a proveer íconos simbólicos para la articulación de una nacionalidad que es, simbología aparte, de corte occidental y hegeliano. Dada la hegemonía de lo mestizo, y las ya existentes asimétricas relaciones de poder entre ambas culturas, esta actitud, similar en concepción a los planteamientos del antropólogo mexicano Gonzalo Aguirre Beltrán de fines de los años treinta, en efecto condenan la cultura maya a una gradual extinción por medio de una asimilación a cuentagotas. Por el otro, en este mismo proceso la voz subalternizada del maya es expresada por el intelectual letrado mestizo. Éste se apropiaba de la misma, supuestamente bajo la premisa de hablar en nombre de "los que no tienen voz".10 Dado que todo poder de gestión, todo agenciamiento, pasa por el control de los enunciados, esta actitud que hoy llamaríamos de "paternalista", termina restándole agenciamiento a la comunidad maya. Asturias la nombra, habla por ella, y habla también en defensa de ella. Pero no habla con ella. Y ella misma no habla. De allí que esa discursividad desnude identitariamente a la comunidad, agrediéndola simbólicamente al representarla, fundamentalmente como sufrida víctima pasiva. En este sentido, Hombres de maíz ilustra los límites de la representatibidad del sujeto subalterno cuando se omite la enunciación del implicado, el turno del ofendido. Finalmente, y como corolario de los anteriores problemas, Asturias, al insertarse dentro de parámetros modernizantes, busca cierta universalidad. Por ello que a estos rasgos particulares a una topografía singular intente darles valores que son universales en su entender. Al hacerlo, diluye su fuerza transgresiva, sin por ello articular ejemplaridad alguna fuera de su marco de representación, más allá de un cierto nivel alegórico.
Si consideramos Hombres de maíz de manera emblemática como lo máximo de conciencia posible a lo cual puede aspirar un autor letrado mestizo inmerso dentro de parámetros modernizantes, en donde efectivamente se traza la emergencia subliminal y discontinua del sujeto subalterno, vemos con claridad la dificultad en recoger las contradictorias expresiones de lo que es, apenas, un pequeño país centroamericano, uno de los más pequeños y pobres del continente, utilizado por mí como emblemático de la compleja heterogeneidad que ha escapado a la discursividad literaria del continente. En esa tensión no resuelta entre las aspiraciones universales y el referente nacional aparecen contradicciones que no son solamente problemas literarios. Al no presentarse la ética de la alteridad como una política identitaria, lo anterior es también un problema conceptual, teórico y político.
Tampoco quiero decir con esto que, al romper con la concepción modernizante podamos utópicamente ubicarnos en espacios meramente localistas, donde establecemos voluntaristamente nuestras propias historias. Pero sí es una afirmación de que en los afanes generalizadores y homogeneizantes de la concepción modernizante que marcó la historia latinoamericana de casi todo el siglo veinte, abandonaron, esquivaron o deliberadamente ignoraron esas topografías de traumas locales que efectivamente articulan nuestra discursividad, que están a la base de la constitución de subjetividades específicas.
Por ello, no me preocupa demasiado la llamada "crisis del latinoamericanismo", que se maneja desde la óptica de los Estados Unidos como un reconocimiento de la dificultad de establecer una mirada unilateral que, desde el norte posimperialista y globalizador, intenta homogeneizar el continente, concibiéndolo como una de sus áreas de dominación. No es éste sino un síntoma de los límites de esa actitud modernizadora y occidentalizante ya señalada, sólo que ejercida desde otra localización, y con otros fines que los de los sectores hegemónicos de los varios países latinoamericanos (aunque, a veces, en contubernio con ellos). Pero tampoco se trata de caer en un conservadurismo de corte nacional o regional. No me interesa un cuestionamiento radical de las maneras por medio de las cuales el discurso universitario estadounidense conforma y es conformado por su objeto de estudio. Veo esto como narcisista expresión del proyecto de una élite académica, la cual generalmente no es de origen latinoamericano o bien nunca militó en movimiento alguno en el continente. Por ello, tan sólo se sirve de las vivencias de individuos ubicados en diferentes puntos del espectro hemisférico para articular una nueva retórica deconstruccionista al servicio de una élite globalizada. Contrariamente a lo que piensa Alberto Moreiras en The Exhaus-tion of Difference, para mí el trabajo académico no ha sido nunca más que la humilde extensión del desarrollo de una política que haga las condiciones de vida de nuestras poblaciones latinoamericanas y latinas más humanas. Es trazar las líneas entre los diversos puntos que le confieren sentido a nuestras vidas y a nuestras sociedades. En otras palabras, no le corresponde al pensamiento cultural el encontrar nuevas posibilidades políticas dentro de las estrecheces de un presente neoliberal y globalizado. Le corresponde tan sólo nombrar las posibilidades que las propias poblaciones van encontrando por sí mismas, y reflexionar críticamente a partir de allí, vertiendo sus opiniones sobre esa base. Sólo de esta manera puede nuestra reflexión ofrecerse como efectiva producción crítica que se hilvane con sociedades concretas. Pensar lo contrario es creer que los intelectuales académicos ubicados en universidades estadounidenses pueden autoconstituirse en líderes de movimientos populares al sur del Río Grande. Dada su experiencia en campuses de élite, eso no sería sino un juego de realidades virtuales, no muy diferentes de los ya existentes en los parques de diversiones de toda Norteamérica. Tan sólo que en este caso, "Zapatismo" o "Mayismo" competirían con "Star Wars" o "Back to the Future", sin que estos académicos tuvieran que quitarse nunca el terno y la corbata para viajar a la selva chiapaneca o al macizo montañoso del Quiché guatemalteco. Allí efectivamente tendríamos una ficción teórica para otro tipo de deseo epistemológico. El locus de la enunciación, guste o no, importa.
Si me alargo en lo que parecería una especie de disgresión o intermezzo post-nostálgico que parecería alejarnos de las subjetividades periféricas dentro de ese todo heterogéneo donde se delimitan nuestros espacios analíticos, es porque al optar otros espacios de los enmarcados por escritores como Asturias, y por la crítica tradicional que se ocupó de autores como él, caemos en nuevos espacios contradictorios donde se disputan no sólo los acercamientos metodológicos, sino los mismos objetivos de estudio.
Demos entonces un nuevo giro, pasando brevemente por la problemática del testimonio. No quiero alargarme en ello, pues he escrito ya bastante sobre el tema en estos últimos años.11 Me interesa apenas esbozar un par de ideas en torno al género, en la medida en que, dada la violenta historia centroamericana de 1960 a 1995, permeada por crisis de estado, modernizaciones aceleradas, estados que eran simultáneamente agentes para el desarrollo y represores de la población, movimientos revolucionarios y guerras civiles, este género articuló mejor que otros esa geografía simbólica mencionada, en la cual traumas locales articularon formulaciones discursivas de naturaleza subalterna que ponían en tela de juicio la visión hegemónica de los mismos estados. Posteriormente, la crítica estadounidense intentó, a partir de uno sólo de ellos, el testimonio de Rigoberta Menchú, elaborar complejas teorías que abarcaban el continente entero, y de facto escamotearon los rasgos particularistas de poder de gestión que se encontraban en su base. Repetiré aquí lo que ya he señalado en un trabajo anterior. Rey Chow indicó que a menos que invirtamos en textos representativos de diferentes fases o expresiones de la subalternidad el mismo tipo de atención crítica que se ha invertido en los textos canónicos, nunca superaremos el idealismo que mantiene ilegibles a los subalternos. Nos interesa lo que dice no como préstamo conceptual o metodológico, sino como metáfora ilustrativa de cierta manifestación de lo que antes se denominó colonialismo interno en el continente.
En este último sentido, si disolvemos la contradicción binaria literatura/testimonio que articuló Beverley en Against Literature (1995), caemos en el espacio de lo ético. Esto evoca la noción de valores, y nos recuerda a Bajtín, cuando dijo que no se pueden articular valores sin una toma de posición en relación a ellos. Por ello, definió la enunciación en sus notas de los años cincuenta como lo mínimo de aquello a lo cual uno puede responder, con lo cual uno puede estar de acuerdo o bien en desacuerdo.12 A este respecto, Hirschkop dice que el lenguaje no articula valores o principios desde una perspectiva neutral, haciendo su aceptación o rechazo un gesto de iniciativa individual. Sus sentidos son posiciones tomadas o rechazadas, sus formas oportunidades para relaciones éticas (35). Si el lenguaje es una substancia ética, entonces sus límites también son los límites de nuestra vida ética. Esto se expresa en el estilo, si por estilo aludimos a la interdependencia mutua del lenguaje y de la vida ética. El estilo denota el momento en el cual el lenguaje se encuentra más cargado de subjetividad. En este sentido, el lenguaje que tiene como fuente a la discursividad testimonial es la intersubjetividad encarnada, un lenguaje que no deja las posibilidades de una vida ética al azar.
Cuando reproblematicé el testimonio en este sentido en un artículo previo, me referí a que lo ético, concebido de esta manera, se localiza en lo fantasmático del enunciado, que Derrida asocia a lo fabuloso en History of the Lie: Proglomena, en el sentido prevalente de ambos términos, de no pertenecer a las categorías de verdad o falsedad, sino a "una irreductible especie de simulacro, o aun de simulación" (28, traducción mía). Para Derrida, los elementos fantasmáticos del discurso no son verdad, pero tampoco son errores o intentos de engaño, falsos testigos o perjurios. Es todo esto lo que tenemos que escuchar y entender en las variadas discursividades subalternas, dentro de las cuales se encuentra el testimonio, pero sin atribuirle a éste último rasgos definitorios de representatividad para todo un heterogéneo sector social.
El/la testimoniante procede a contar una vida como si una historia verdadera fuera posible en ese contexto ya de por sí fabricado, o prefabricado. Produce la idea de un mundo verdadero que es una fabricación, un coup de théâtre (29), en donde una posible mentira es foránea al problema de conocimiento o de verdad, enmedio de una complejidad contradictoria.13
Derrida llama estas narrativas pseudologías (32), del griego pseudos, que define como la decepción que resulta de la invención poética. Entiende así a San Agustín (35), quien afirma no hay mentira cuando uno está autoconvencido de encontrarse en el camino correcto. En el espíritu de San Agustín, las pseudologías que cuentan los testimoniantes centroamericanos serían el modelo ético de una vida ejemplar. Este gesto es el tipo de ética cristiana que prevaleció en la región durante el período guerrillerista (1960-90). Como Berryman14 ha argumentado, la base ética y la legitimidad de participar en movimientos cuya meta era tomar el poder político en Centroamérica estaban anclados en lo que la sociedad debería ser, y no en lo que era en ese momento (281). El proyecto revolucionario justificaba la ética de la violencia, tal y como la enseñaba la teología de la liberación. Berryman argumenta que los centroamericanos no escribieron sobre este tema, y que en consecuencia, no existe un ensayo fundacional sobre el fenómeno. El mismo sólo fue una fuente de preocupación para la gente solidaria que se encontraba fuera de la región. Según el teólogo estadounidense, esto es porque los centroamericanos no escogieron la violencia para sí, sino que la sufrieron, hasta el punto de que la autodefensa condujo a enfrentamientos armados (309). En su libro, procede a aclarar lo que sería una ética de la violencia. Su explicación incluye las enseñanzas oficiales de la iglesia, la actitud del papa durante los años sesenta, su respuesta a la actitud adoptada por el padre Camilo Torres en el concilio de Medellín (313), la posición de los obispos centroamericanos, y los pronunciamientos de monseñor Romero refiriéndose al derecho del pueblo a la insurrección y a la legítima defensa (315). Concluye haciendo un balance ético de tipos específicos de violencia desarrollados por los grupos armados de oposición (317-320).
Sin embargo, pese a que no existiera un planteamiento teórico acerca de la ética de la violencia en Centroamérica, mucha narrativa testimonial, tal como la famosamente polémica de Menchú o bien la de Víctor Montejo, enmarca esta problemática. De hecho, aparece en diversas formas de narratividad maya. En Qanil (1984), Montejo nos cuenta la historia de Xuan, quien tiene que sacrificar su vida para salvar a su pueblo, como expresión asimétrica entre el maya y el "hombre blanco". Para Xuan, elegido de los dioses para pelear, su selección es una responsabilidad ética que lo contrapone, incluso, con los sacerdotes de su comunidad. Aparece también en ese otro testimonio suyo que es atípico del género, Brevísima relación testimonial de la destrucción del Mayab (1992), escrito con Qanil Akab, y que se inicia con una carta escrita al rey de España, en deliberada relación intertextual con Huamán Poma de Ayala. Como he señalado con anterioridad, el documento cumple una triple función: establece una analogía intertextual con el texto de Fray Bartolomé de las Casas, establece la continuidad paradigmática con la destrucción de la conquista, y reubica el contexto en el cual se dieron las masacres contra los pueblos mayas durante los años ochenta. Es ello lo que permite al documento ser una reconstitución fundante de la identidad maya, también sobre bases éticas.15 Incluso aparece en otros testimonios centroamericanos recogidos por escritores profesionales tales como Claribel Alegría (No me agarran viva, 1983) o Sergio Ramírez (Hombre del Caribe, 1976). Todos estos textos plasman lo que constituiría una ética como arma de persuasión tanto en el discurso político, como en el ético propiamente dicho. Son una performatividad del juego identitario con el objetivo de construir un universo moral subjetivo e intersubjetivo. Ello estructura el proceso por medio del cual los sujetos escogen su respectivo accionar político, el cual suele estar enmarcado fuera de parámetros legales, fuera del orden del estado. Sus historias acumulan poder retórico al apoyarse en ricas estructuras narrativas, porque éstas articulan elaboraciones teóricas en su contar, en esos procesos de crear vidas ejemplares sustentadas en un accionar ético, en los cuales todavía podemos ver los rastros de tramas utópicas y de juegos literarios contando historias que integran el "es" y el "debería ser". Es en esas articulaciones que opera la narratividad de los testimonios. La performatividad ética de los narradores/héroes articulan modelos de vidas ejemplares. Esas pseudologías son la proyección fantasmática del modelo de comportamiento que sujetos subalternos se trazan para sí mismos. Son los autores de una cierta heroicidad que quieren performativizar en su vida militante. Es ésa la lectura táctica que implícitamente solicitan sus palabras, sin repudiar traduccionabilidad alguna. Es también la que les permite a los críticos rastrear los silenciamientos a los cuales han sido sometidos como sectores sociales.
Visto así, rompemos con la idealización vulgar de la política identitaria que atrapa a la mayoría de los exponentes de los estudios subalternos en los Estados Unidos. Atascados en el predicamento bever-leyesco,16 mitifican al sujeto subalterno como si fuera un tótem, despojándolo de las contradicciones que constituyen su ubicación histórica.17 Por ello, estoy de acuerdo con Chow cuando dice que tenemos que atacar el idealismo que se encuentra a la base de la política identitaria, rompiendo con el simplismo facilista.
En el caso centroamericano que nos concierne, observamos que, indiferenciadamente de los géneros adoptados dado que existe poesía, novela y testimonio mayas escritos en diferentes idiomas pero generalmente traducidos al castellano por sus propios autores aparecen tres rasgos en esa discursividad que incluye testimonios de Rigoberta Menchú y Víctor Montejo, novelas de Luis de Lión, Gaspar Pedro González (La otra cara, 1996) y de Víctor Montejo, cuentos de Luis Enrique Sam Colop y poesía de Humberto Akabal entre otros. Estos son los siguientes rasgos: 1) un problemático esencialismo que articula buena parte de sus posicionamientos sobre la repetida insistencia de una serie de valores intrínsecos adscritos a su cultura; 2) un posicionamiento post-marxista acerca de los mecanismos fundamentalmente económicos a partir de donde se podría reconfigurar un posicionamiento político-cultural alternativo para la reinserción de sus pueblos dentro de nuevos paradigmas; y 3) una búsqueda de puentes, o puntos de contacto, entre la primera y la segunda posición, que reubica la discusión en la validación de espacios simbólicos importantes para los propios indígenas, e intenta explorar desde allí imaginativas estrategias culturales.
A manera de ejemplo tan sólo, debido a la brevedad del tiempo, el primero de estos puntos domina la primera novela de Gaspar Pedro González, La otra cara, escrita originalmente en maya qanjobal, que trata de la vida de Lwin, residente del cantón de Jolomku, en el municipio de San Pedro Soloma, aldea aislada en medio de la Sierra de los Cuchumatanes. El drama del pueblo oprimido luchando por mantener su dignidad durante cinco siglos de colonización rara vez se desmarca de estas premisas. Al igual que en el caso de Montejo, el trauma de la conquista, aún latiente para los habitantes del municipio, se vuelve uno solo con el de los repetidos abusos del estado, y la inminente guerra que se fragua en el horizonte. La poesía de Akabal, Premio Internacional de Poesía Blaise Cendrars 1997, en Neuchatel, Suiza, y cuyo poemario Ajkem Tzij / Tejedor de palabras (1996) fue editado por la UNESCO, se ubicaría en este mismo espacio conceptual. Es un espacio en que Gaspar Pedro González argumenta que la oralidad maya se ha reconvertido en expresión escrita (Kotzib 125).
Estos puntos pueden, a pesar de las contradicciones y riesgos indicados, conducirnos a entender la importancia del pensamiento maya como una marginalidad capaz de articular un pensamiento totalizante. Pero también pueden servirnos como nota de precaución en el sentido de evitar convertir su discurso en mero sustituto paralelo del occidental, en la medida en que no se problematice a sí mismo ni se ubique en relación dialógica frente a otros sistemas de pensamiento. Tampoco debemos caer en la tentación de generalizarlo para otras experiencias similares, incluyendo la de Chiapas. Lo que interesa resaltar es la especificidad de una topología traumática, que articula una nueva literariedad, y no la habilidad para generalizar superficialmente con afán teorizador. Tampoco debe verse esta afirmación como una taxonomía sobre las distintas modalidades en las cuales ha emergido la discursividad maya. Hablamos aquí tan sólo de síntomas iniciales que nos permiten acercarnos a los textos con las debidas precauciones en cuanto a toda atribución de representatividad.
Otro problema que se desliga de los anteriores planteamientos es lo que muchos han llamado la "cosmovisión indígena". Esta frase se ha transformado en una especie de mito. Los propios indígenas la emplean constantemente sin explicitar su contenido. Por lo tanto, la noción opera como un tropo que puede significar casi cualquier cosa. Algunos argumentan que es un secreto que no puede divulgarse para evitar la pérdida de cohesión de la comunidad. Sin embargo, su entendimiento se desprende abigarradamente de textos que introducen elementos que podrían definirse como constitutivos de una cosmovisión maya guatemalteca, pero presentados de manera parcial y anecdótica, e incluso con cierto desconocimiento de los mismos.
Esta última reflexión invita a la pregunta: ¿qué es lo que queremos? Los estudios culturales, y los estudios subalternos en particular, han intentado en los Estados Unidos romper con las ideas dominantes de lo que significa la occidentalización, y han buscado articular alternativas a la misma. El problema es que esto suele hacerse como ejercicio retórico, al margen de la experiencia vivida y sentida por legítimos sujetos subalternos tales como la población maya guatemalteca que empleamos emblemáticamente en este breve trabajo. En esa línea, considero críticamente importante articular la interrogante mencionada, porque cuestiona todo sentido de política y rompe con los tradicionales parámetros hegelianos a la base de la constitución de estados nacionales latinoamericanos. Estos presuponen que la única razón válida es la occidental. Sin embargo, si Heidegger ya había señalado que podían existir otras formas de pensar fuera de la filosofía occidental, quienes efectivamente lo evidencian son sujetos tales como los mayas; es decir, sujetos periféricos que están, entre otras cosas, repensando el concepto de política desde una heterogeneidad radical. Aquí volvemos a lo señalado al principio del trabajo, acerca de la constitución del hombre como cuerpo, como sujeto bio-político, noción rechazada por el pensamiento maya que no desvincula el espacio biótico del humano, sino que los articula holísticamente como un conjunto inseparable donde, si acaso, la vida animal y vegetal presupone mayor importancia que la humana.
Dentro de la discursividad maya aparece inserta la crisis de los estados nacionales. En obras como Las aventuras de Mr. Puttison entre los mayas de Montejo, surgen reflexiones en cuanto al sentido de pueblo, y también en cuanto a la voluntad de reconstituirse como tales. La noción de pueblo se articula con la de territorio, desde luego, como suele argumentar Sam Colop. La novela es una parodia de la presencia del antropólogo estadounidense Oliver La Farge, en el seno de la comunidad jacalteca. En la novela, la aldea idealiza en un principio a Mr. Puttison, por ser gringo y campechano, pero termina descubriendo que detrás de su fachada de antropólogo, es un ladrón que se roba los tesoros de la comunidad. De la meditación acerca de su propia subjetividad, la novela argumenta que sólo se puede ser pueblo con territorio en la medida en la cual exista tanto la autonomía como la autodeterminación. La vertiente intelectual de la autonomía de los pueblos indígenas se articula en esta dinámica, creándose una especie de figura poliédrica cultural, donde también opera la controvertida cosmovisión como mecanismo para la construcción de un proyecto propio.
Para los mayas, y para muchos otros indígenas del continente, no existen las naciones, sino sólo estados que son, más bien, estados inquisitoriales. El problema de occidente se centraría en que de todos los factores que podrían constituir proyectos de vida, occidente tan sólo privilegia el crecimiento material. De allí que al hablar de reivindicaciones, es necesario comprender las mismas como insertas dentro de un abanico de posibles estrategias de construcción de nuevos modelos de estado-nación.18
De hecho, no es sólo la lógica de vida sino el mismo manejo del espacio el que se encuentra en juego. Por ejemplo, en El mundo principia en Xibalbá de Luis de Lión, existe toda una lógica discontinua de lo que implica el manejo del territorio. En ella, la aldea, el pueblo, es definido como espacio cronotópico definidor de la identidad emblemática del grupo étnico. La voz narrativa incluso habla por el pueblo.19 Se plantea el manejo de toda una territorialidad compleja que apunta al manejo de territorios continuos, discontinuos y compartidos. En el entendimiento del manejo del espacio, una cosa es el orden de Occidente, y otra el de los indígenas. Ese orden genera una estética alternativa. Es una estructura constituida sobre la base de otro orden, pero cuyas fronteras son difusas. Nunca quedan claramente demarcadas en el texto, como no lo están fuera de él.
La discursividad maya evidencia también que en el discurso globalizador dominante, no se toca el tema de la desigualdad material. Lo anterior implica una manera de legitimar la desposesión de los pueblos. Al no articularse las implicaciones de lo anterior desde la propia perspectiva indígena, se va generando una eclosión debido a la frustración y a la incomprensión de lo que está pasando con los fenómenos globalizadores. ¿Es posible en este contexto criticar a los intelectuales indígenas porque recurren subversivamente a discursividades aparentemente anti-académicas del centro, como es el caso de Gaspar Pedro González en Kotzib: Nuestra literatura maya, para contrarrestar ideologías que consolidan la dominación racista? ¿Podía acaso justificarse la continua subordinación/opresión de los indígenas hasta el día en que produjeran una teoría cultural que se enmarcara comprensiblemente dentro de un protocolo retórico occidental? Ciertamente esa actitud no tiene base sólida en un mundo regido por la instantaneidad que modifica las coordenadas del vínculo poder/conocimiento. La globalización no sólo ha transformando las relaciones centro/periferia, sino también la percepción que las culturas tenían de sí mismas. Actualmente, éstas hacen suyas los mecanismos que les permite subvertir la noción misma de teoría y práctica culturales sin vergüenzas ni complejos de ninguna índole, y sin pedirle permiso a los académicos residentes en los Estados Unidos.
En este sentido, es importante recordar, por obvio que sea, que la globalización no reconfigura espacios de manera que se los abra a las culturas subalternas para escapar a la dominación. Esta ligerísima revisión de las representaciones mayas que presenté de manera un tanto tangencial para contraponerlas al discurso literario mestizo históricamente anterior no sólo sustentan marcos epistemológicos para que los actores subalternos readquieran un sentido actualizado de su mundo, sino que enfatizan la distinción entre apertura a las contingencias, y defensa de "secretos" con fines de mantener la cohesión de la comunidad. La anterior es una flexibilidad cognitiva que puede servirle de antídoto a los nacionalismos o aislacionismos de diferentes talantes.
Para concluir, quisiera afirmar que mucho de lo enfatizado refleja instancias que ejemplifican las complejidades de negociar las diferencias culturales y las conceptualizaciones asociadas con ellas. Esto incluye las diferencias entre las prácticas académicas en los Estados Unidos y en América Latina, y muy especialmente, los vínculos que tienen sus respectivos intelectuales tanto a la vida pública como al activismo social. La presencia o carencia de ellos subraya no sólo la importancia de identificar estrategias teórico-críticas, sino también sus consecuencias prácticas cuando no se resuelve la tensión entre la conciencia subalterna y las categorías teóricas. El espacio étnico nos permite conceptualizar cómo los debates sobre la diferencia también pueden abrir espacios para articular vínculos entre culturas, sociedades y lenguajes.20 Lo que hemos problematizado refleja trayectorias histórico-nacionales diferentes, y apuntan a la necesidad de conceptualizar no sólo espacios nacionales, sino también los corredores culturales que los cruzan, como sitios de lucha sobre la diferencia y en favor de la igualdad. La zona maya que cubre parte de los territorios guatemalteco y mexicano, y que se emparenta con las zonas indígenas de Oaxaca, sería un ejemplo de este proceso. Estos espacios son sitios de articulación de identidades, de rasgos en común, y de diferenciamientos en relación a los espacios hegemónicos de la nación.
En la contrastante dinámica contemporánea, observamos el surgimiento de múltiples posibilidades creativas, pero también la desorientación por parte de actores sociales. El trabajo que enfoca los procesos subalternos puede ser un lenguaje para la lucha política, para la apropiación de los sentidos de la significación, pero su dinámica emancipatoria o exclusionaria es sumamente variable.
Tenemos todavía que explorar no sólo su reconfiguración, sino también sus fronteras. Éste es, sin duda, uno de sus grandes desafíos. En todo ello hay que prestarle atención a los contextos específicos, más que a las macroteorías que flotando desde los enrarecidos aires de la academia estadounidense, llueven como fuegos fatuos en el horizonte latinoamericano.
Notas
1 Ulysses salió editado en francés el 2 de febrero de 1929, y es casi seguro que fue por esta vía que Asturias llegó a leerlo, así como también conocería las ideas detrás de Finnegans Wake, aunque no lo hubiera leído nunca, por medio de Jolas, quien editaba en cada número de su revista un fragmento de dicho texto desde 1927 hasta ese mismo año.
2 Al fin y al cabo, fuera de la obra joyceana, Asturias era familiar con la obra de Proust, entonces recientemente publicada, y con el conjunto de la producción europea de los años veintes, la cual favorecía la experimentación verbal por un lado, y visiones grandiosamente totalizadoras por la otra.
3 Desde luego, esta crítica se hacía desde países dominantes al interior de América Latina. De allí que naturalizaran la excepcionalidad de aquellos sitios periféricos a los suyos, sin pensar que sus propios países lo eran también. Eran otra periferia que ilusoriamente aspiraban a ubicarse en el centro de una modernidad de por sí periférica, para diferenciarse de las márgenes más empobrecidas del continente.
4 Gerald Martin. Journeys Through the Labyrinth (London: Verso, 1989).
5 La historia en las culturas autóctonas tiene más de lo que nosotros, occidentales, llamamos novela, que de historia. Hay que pensar que estos libros de su historia, sus novelas, diríamos ahora, eran pintados entre los aztecas y mayas y guardados en formas figurativas aún no conocidas en el incanato. El lector, contador de cuentos cantados, o "gran lengua", único conocedor de lo que los pinacogramas decían, realizaba una interpretación de los mismos recreándolos, para regalo de los que le escuchaban... Son narraciones en las que la realidad queda abolida al tornarse fantasía, leyenda, revestimiento de belleza, y en las que la fantasía a fuerza de detallar todo lo real que hay en ella termina recreando una realidad que podríamos llamar surrealista...
6 Asturias arguye que el realismo mágico nace con el poeta Rafael Landívar en el siglo dieciocho, y afirma que "la magia indígena" es la "que va a permitir a los novelistas describir esa misma naturaleza americana dentro de lo que nosotros llamamos ahora, el realismo mágico" (343).
7 No es gratuito que aunque Hombres de maíz venía siendo trabajado por lo menos desde 1933, el principal impulso creativo que la concluyó se dio durante el gobierno democrático del presidente Juan José Arévalo. En ese contexto, el espíritu de resistencia al estado autoritario centrado en la cultura popular se transforma en la forja de una cultura nacional popular que pueda ser empleada por el estado democrático para su consolidación nacional. En este último sentido, el texto se concebía como un mecanismo simbólico para el afianzamiento del poder político.
8 De allí también que no exista ni un solo personaje que domine la trama del texto, ni siquiera el mitificado Gaspar Ilóm.
9 Jusdanis, Gregory. Belated Modernity and Aesthetic Culture. Minneapolis: University of Minnesotta Press, 1991.
10 A mi modo de ver, el mejor aspecto de Against Literature de Beverley es su análisis de esta expresión en el Canto General de Neruda.
11 Basta ver tan sólo The Rigoberta Menchú Controversy, y "Authoring Ethnicized Subjects: Rigoberta Menchu and the Performative Production of the Subaltern Self."
12 Ver a este respecto la meditación de Ken Hirschkop en torno a la relación del lenguaje y la ética en la introducción de Mikhail Bakhtin: An Aesthetic for Democracy. De hecho, en estas líneas tan sólo estamos parafraseando las ideas de Hirschkop en español.
13 Dice Derrida: Uno puede estar equivocado, uno puede estar en error sin mentir; uno puede comunicarle a alguien más alguna información falsa sin mentir. Si yo creo lo que digo, aunque sea falso, aunque esté equivocado, y aunque no esté tratando de engañar a nadie al comunicar mi error, entonces no estoy mintiendo. Uno no miente simplemente al decir lo que es falso, mientras uno crea de buena fe en la verdad de lo que uno cree o afirma en sus opiniones. (31; mi traducción).
14 Phillip Berryman hizo trabajo pastoral en Centroamérica durante los años en los cuales imperó la teología de la liberación (1965-73). Más tarde, fue representante regional del American Friends Service Committee (1976-80), hasta que las amenazas de muerte que recibió en Guatemala lo obligaron a volver a los Estados Unidos en 1980.
15 Ver a este respecto mi libro Gestos ceremoniales: Narrativa centroamericana 1960-1990, p. 281.
16 Es decir, en la paradoja de querer acabar con el racismo por medio del sobre-énfasis de sus trazos más estereotipados.
17 Idea plenamente desarrollada por Rey Chow en "Ethics After Idealism".
18 Desde luego una cínica respuesta a este planteamiento argumentaría que si bien era cierto que occidente sólo entiende la plusvalía, las estrategias culturales de los pueblos indígenas deberían contemplar los mecanismos y ventajas que podrían representarles el ser percibidos por un occidente globalizador como mercancías. Los indígenas deberían instrumentalizar estos elementos como una ventaja estratégica a partir de donde se pudieran construir proyectos de defensa de la identidad, garantizándose así su sobrevivencia por la vía de su inserción a los mercados globalizados.
19 Ver "Luis de Lión, Dante Liano y Méndez Vides: Textualidad y trendencias discursivas antes y después de las masacres" en La identidad de la palabra: Narrativa guatemalteca a la luz del siglo XX.
20 La noción de hibridez no carece de problemas por muchas de las mismas fallas de las cuales adolece la noción de mestizaje. En sus versiones hegemónicas, que en Guatemala encuentran expresión en las posiciones anti-mayas de Mario Roberto Morales, estos conceptos resultan exclusionarios, dado que tienden a privilegiar la eliminación de la diferencia como tal. A mi modo de ver, nuestra tarea no consiste en aplicar mecánicamente nociones exógenas de multi o interculturalidad que separan las esferas de la economía o la política de los procesos culturales. En nuestros contextos, el agenciamiento o gestión de poder económico y político no puede separarse del agenciamiento cultural.
D
uénteme un cuento, por favor, le dice una voz desde alguna parte a quien emprende la tarea de escribir un cuento. Nadie sospecharía que en estas palabras de tono suplicante y remembranza mítica se oculta el origen de la vida. A la hora de contar se está siempre ante los dos ríos que a menudo se juntan y a menudo también se separan: el de la tradición popular y el de la tradición culta, irreductibles el uno al otro. Es posible bañarse en ambos, siempre que se haga valer un principio de alternancia con el que nunca se ha de cometer ningún error, porque un lenguaje narrativo es algo que hunde sus raíces en una fuerza muy antigua o bien supone formas tan nuevas y vivas que quien las inventó ya no podrá desprenderse de su eco ni de su sombra.El narrador oral debe repetir la historia tal y como la oyó. Si se aparta de ese patrón, si introduce aditivos de hechura propia, ya sea incluyendo palabras diferentes o cambiando el enfoque o la secuencia, vendrá el reclamo de los otros, de la comunidad, para llamarlo al orden. Las libertades formales siempre son condenadas por ese altísimo e inapelable tribunal como atentatorias contra la verdad de lo que se cuenta, hasta que un día todos se percaten de que la preservación de una certidumbre depende de la innovación. Ignoro cómo es que se producen cambios en las maneras de contar con todos estos sistemas atávicos de vigilancia pendientes de los que asumen tan peligrosa empresa, pero lo cierto es que tienen lugar.
Aclaro que no son digresiones sobre la tradición popular y la culta lo que me propongo hacer aquí. El cuento es uno y es un género literario. Y, como tal, su verdad reside en la elección del tema, el empleo de la técnica y la renovación del lenguaje, es decir en su capacidad de "mentir" con precisión y gracia, soltura y brevedad.
"No olvides que un mismo hecho se puede contar de muchas maneras". Tal podría ser la primera recomendación al que va a escribir cuentos. También vale para la novela, pero el novelista no necesita que se la recuerden: deberá lidiar con tantos hechos que ellos mismos se la restregarán constantemente. El cuentista no debe permitir que los hechos le arrastren a través de esos laberintos donde se reproducen irresponsablemente a sus anchas y que hacen la delicia de los escritores de novelas. Por el contrario, ha de aferrarse a unos pocos que siempre se reducen a uno, subordinante de todos los otros. Engañosa esta subordinación que no tiene nada de gramatical, sino que se nutre de tiempo, visiones, metáforas y voluntad imaginativa, por decir lo menos. Desconcertante por las posibilidades de juego que contiene al comienzo y por la sorprendente quietud, dígase solidez, que exhibe al final. No se requiere del afán multiplicador, archisabido está que en un solo ojo pueden convocarse todas las miradas. "Dedícate a descubrir hechos", suele ser también otro consejo que se da al cuentista que comienza. Y no es desacertado, pues si un sentido grande tiene la visión del narrador es ese poder de juntar fragmentos de lo que otros sólo han captado a medias y presentarlos luego bajo las formas de su creación. Pero hay una fórmula que casi nadie usa y que es más eficaz: "Deja que los hechos te descubran". No es asunto de mero cambio en el orden de las palabras, sino de abrirse a un diálogo con los diferentes aspectos y dimensiones de la vida. Y la primera condición de todo diálogo consiste en saber escuchar.
Hechos hay de todo tipo. Cada tiempo privilegia los suyos, cosa normal. Si me piden escribir un cuento cuya historia se relacione con el año 1944, seguramente que los hechos de la segunda guerra mundial formarán una larga valla para exigirme que prefiera uno de ellos, y no me permitirán interesarme en otros que literariamente podrían dar mucho de sí pero no tuvieron nada que ver con esa gigantesca matanza. Descubrir los que estaban perdidos entre una vastedad que se agita bulliciosa, reconstruirlos y hacerlos salir después como una revelación, siempre fue mérito del narrador. Oír la voz de los que le llaman es poco más que un deber suyo. Y tendrá que decidir entre ofrecerlos con esa misma voz o dotarlos de otra, sea la que ellos pidan o una que él juzgue conveniente para darlos a conocer. Una decisión nada fácil.
Un hecho llevado al universo de la narrativa no siempre responde inmediatamente, y cuando empieza a lanzar señas es dable que se comporte de una manera que no estaba prevista. A veces hay que tener paciencia con ese proceso de fermentación que trae una sorpresa tras otra, y continuamente se ha de estar separando con cuidado espumas incómodas, capaces de enturbiar o agriar la buscada pureza de los líquidos. Hay que saber también cuándo están las cosas en su punto; dejar escapar ese momento puede significar la pérdida irremediable de un buen cuento. Tal vez será por todo esto que no soporto a los que en la vía pública se colocan frente a una puerta y permanecen allí durante horas y horas, viendo pasar gente pero sin que de este acto de ver se precipite en el lenguaje algo que lo llene de significados. A mí me gusta imaginar gentes, y las que uno se encuentra en la vida diaria son buen punto de tránsito hacia tipos ideales. Una vez más conviene recordar que la ficción es más completa que la realidad.
He leído unos cuantos libros de técnica y, al final, puedo decir que sólo aprendo de mí mismo, asistido, eso sí, por la admiración que guardo por los grandes maestros del cuento en todas las literaturas; tampoco puedo olvidar mi permanente interés hacia la ficción narrativa de mis contemporáneos de todas partes, que me da la perspectiva del presente. La vinculación a distintas actividades aporta instrumentos que, andando el tiempo, se quedan con uno y resultan de gran utilidad a la hora de contar. Me aprovecho de cuantas ventanas reales o fantásticas se abren hacia esas escenas donde los humanos hacen y hablan a la vez; no hay nada que deba ser ajeno cuando se trata de juntar los recursos con que se ha de ejercer el oficio de ficcionador. Creo en una flexibilidad de la técnica, que permita al sujeto enriquecerse mientras la aplica sobre los objetos, y la entiendo como una dimensión entre otras de la experiencia estética, no como algo divorciado de ella.
Una vez di con las bases de un concurso donde se indicaba el máximo de palabras que deberían tener los cuentos participantes. Ni necesito decir que, al instante, pensé que el certamen estaba condenado y que los trabajos ganadores irían secos por dentro.
Un cuento no se puede programar como si fuera la exposición de uno de esos consultores que se multiplican como los hongos en la humedad fértil del presente globalizado, sino que ha de ser en sí y por sí mismo experiencia única de lenguaje. Ello significa que una vez encontrado el punto de partida denomínalo embrión si tú quieres, a condición de que no seas literal, no queda sino dejarse ir, haciéndose uno con ese movimiento que es perfecta fusión de acontecer y decir, historia y lenguaje, y del que siempre se sale más completo si es que de verdad se ha escrito un cuento. La historia se abre camino y pide exactamente las palabras que necesita, no otras; el lenguaje incita al narrador para que aplique lo que tiene a mano y le ayude a liberar ese torrente que, desde lo más profundo, lucha por emerger y expresarse, como una cara no conocida de la vida que fue o de la que vendrá.
Ahora, en el momento de darle su acabado a estas páginas, estoy metido a fondo en la escritura de una novela y de los cuentos me ocupo poco; pero esto no quiere decir que los haya olvidado. Buena circunstancia para recordar que en mi vida me he topado con muchos ingenuos algunos bastante impertinentes que creen, supongo que de buena fe, que la carrera de los narradores es un ascenso lineal que parte del cuento y culmina en la novela. De ser cierto esto, Borges habría sido el novelista del siglo. Escribir cuento y novela son dos cosas tan diferentes que debo decir que una impone un estado que no existe en la otra. Cuando trabajo un cuento estoy poseído por una urgencia que sólo será aliviada a la hora de ese cierre que, desde el comienzo del primer párrafo, he sabido que llegará, porque me reclama y me jala hacia sí, valiéndose a ratos del poderoso magnetismo de un título. Con la novela, en cambio, no hay urgencias, salvo en circunstancias muy especiales.
Más de una vez me ha ocurrido estar endemoniado por un cuento y que él se sirva de mí para sus propósitos, guiando mi mano y haciéndola garrapatear febril y obsesivamente lo que le viene en gana. También me ha pasado que, al ir caminando por la calle, el cuento que será me llame sin ninguna discreción ni comedimiento, y entonces me he tenido que detener en cualquier esquina, o junto a una puerta o sentarme en el bordillo de una acera, y sacar una libreta o algo en que escribir, ya sea la contratapa de un libro, si es que cargo alguno, o bien la tarjeta de presentación de alguien o la factura que me entregaron en aquella tienda donde compré tal producto. Y he sabido, en cada momento de este curioso proceso, que la luz del chispazo que así me agita, y que no me puedo permitir perder, es para un cuento y no para ninguna otra clase de texto. A veces lo que me dicta la pieza que pretende brotar entre recuerdos e imágenes, es breve; por eso lo puedo recoger en una sola línea o en ciertos jeroglíficos de mi invención, que me facilitan trazar a la carrera mapas fantásticos de territorios, calles o ciudades donde habitarán seres hasta ahora desconocidos.
Ningún poder limita sus pretensiones si no hay una fuerza externa o interna que lo obligue. Lo más desesperante y a la vez gratificador que he vivido, ha sido cuando el cuento decide adueñarse de mí con una compulsión que deja insignificante lo que referí antes, pues ejerce su tiranía de una manera que escapa a las coordenadas del sentido común. Me obliga, primero, a obedecerle y, después, a buscar las palabras adecuadas. Vaya pequeña responsabilidad la que se contrae bajo semejante presión. En esos casos yo, que nunca estudié estenografía ni conozco nada de esos métodos de escritura rápida, emborrono las páginas del libro que ando leyendo, aquellas con mayores espacios en blanco, como la portadilla, la de datos técnicos, índice, colofón o hasta la mismísima portada. Si no llevo libro, revista o periódico, entonces busco cualquier otro papel y empiezo a trazar en él de nuevo mapas y símbolos, indicaciones y toda clase de representaciones inventadas en el momento, de manera que haya un juego (y un jugo) imaginativo que recoja todo lo que demanda el tirano que dicta. Afortunadamente siempre he encontrado algún papel a mano y nunca he tenido que escribir ni dibujar sobre mi piel. Una vez hice uso de mi tarjeta del Registro Tributario Nacional, especie de talismán para muchos hondureños y documento sagrado para cuantos lo portan, pues habla de las buenas relaciones con el Estado y su órgano de succión: el fisco. Yo sabía que debía escribir sobre ese carné al instante, ya que si me apresuraba a comprar un cuaderno de notas en la papelería más próxima, se harían humo las órdenes del autócrata. Un buen amigo que pasaba cerca y me vio en estas tribulaciones fue muy comprensivo y compasivo conmigo. Me dijo: "Actualízate ya. No seas anticuado. Adquiere una grabadora como esas que usan los reporteros cuando deben entrevistar a un personaje. Sólo tienes que decir en voz alta lo que te es impuesto desde el interior, grabarlo y después sentarte a escuchar delante de tu pantalla y tu teclado". Le hice caso y me fui a una tienda de donde no salí sin la maquinita; pero el procedimiento jamás funcionó, pues el tirano se emperra en que sus instrucciones únicamente sean acatadas por escrito y no dice nada, se queda mudo, si yo pretendo grabarle.
Escogí estas veloces imágenes y metáforas, que aluden a un juego de pugnas y dominaciones en el proceso mismo de la creación, porque para el cuentista es imposible dejar de contar, sobre todo si es el propio cuento el tema que le convoca. Y así es como descubro que el invocado "cuénteme un cuento, por favor", expresión con que inicié el texto, no pertenece a un mundo de esencias ni de acartonadas identidades, sino que es, más bien, una necesidad a mantener hoy y en el futuro.